Mal de Ojo - capítulo 1 - El colgado

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El reloj marcaba las 17.45 cuando decidí apagar el ordenador.
—Listo —anuncié en voz alta, mientras tanteaba con los pies para alcanzar los zapatos que había abandonado horas antes debajo de la silla giratoria.
—¿Ya te vas? —Por encima de la pared del cubículo que nos separaba, los ojos pequeños de Juana me miraron, admonitorios.
No respondí, sus regañinas eran cosa de todos los días y yo no podía decir con honestidad que no las mereciera. Aunque por otro lado, ¿qué daño podía hacer si me retiraba diez minutos antes? ¿Acaso ella iba a chivarse? De reojo, mientras lanzaba el chicle a la papelera, observé a Juana: baja y redondita, cuarenta y tantos, vestida con camisa blanca y falda negra, pelo cortado a lo paje y teñido siempre del mismo tono marrón, cada mechón en su sitio como si todos supieran que era inadmisible rebelarse.
Me sacudió esa mezcla de irritación y de pena que ella me inspiraba a diario. Como de costumbre, ganó la pena y decidí responderle. Además, Juana era prima de uno de los dueños del estudio. La prima sosa, pero prima al fin. Acaso merecía una explicación.
—Si no voy al baño y me peino con los dedos en el ascensor, calculo que llegaré a tiempo a la lencería de la esquina para comprar un par de pantis de nailon antes de correr las diez manzanas que me separan de la clase de Auditoría —expuse en un susurro agitado mientras exponía mi rodilla izquierda, donde un punto había decidido correr la maratón de Nueva York. Supuse que debía haberlo detenido con esmalte de uñas un par de lavadas antes, pero ya era inútil arrepentirse.
—Llegarás a clase media hora tarde —repuso mi colega.
Eso tampoco requirió respuesta, pues tenía razón, pero yo no tenía cara para aparecer con carreras en los pantis en el encumbrado estudio jurídico «Conde Guerra y Egarteche García» por tercera vez. La primera se disimula como un accidente del momento, dos dan que hablar, pero tres es pecado mortal, todo el mundo lo sabe.
Me había estirado la falda para tapar el agujero y cerrado el bolso de un tirón (quedándome con el deslizador de la cremallera en la mano), cuando escuché que alguien tocaba la puerta de mi cubículo-oficina. Gruñí ante el fastidio de tener que atender al desconsiderado al que se le había ocurrido aparecer en ese instante, pero resultaba imposible pasar por alto la llamada en aquel reducto donde la intimidad empezaba y terminaba en el sentido de la vista, mientras el oído hacía de delator universal.
Tras dejar el bolso y el tirador de la cremallera sobre el escritorio, abrí la puerta de un golpe brusco. No es que sea una bruta pero a veces es la única forma de intimidar a un visitante.
Pensé que me encontraría con uno de los abogados novatos, a los que acostumbraba regañar cuando me presentaban tarde la rendición de gastos, pero en cambio me di con un mensajero.
—¿María Laura Macaroni?
—Sí.
—Para ti.
El muchacho dejó en mis manos un pequeño paquete envuelto en papel manila. Sorprendida, rasgué el papel y dentro descubrí un estuche azul con la marca de una tienda fina de joyas grabada en letra dorada. Pasé de asombrada a halagada en un santiamén, mientras repasaba con rapidez la lista de posibles galanes. La lista estaba vacía, así que levanté la tapa del estuche con una sonrisita nerviosa bailándome en los labios, que se congeló al ver en el interior una cosa cilíndrica, amarilla y seca de unos tres centímetros de alto. La alcé, la ponderé, la hice girar y descubrí una uña.
Los ojos se me salieron de las órbitas.
—¡Pero esto es…! —exclamé de golpe, dejando caer el objeto con asco y horror.

—Una falange —completó desde la puerta Conde, que acababa de llegar. El abogado se quitó el pañuelo de seda que adornaba el bolsillo de su traje y se acuclilló, poniendo especial cuidado en no arruinar la perfecta raya del pantalón.
Con el pañuelo entre los dedos, alzó el papel manila y lo giró. El envoltorio no tenía remitente y el mensajero había desaparecido.

* * * * *

Supe que no llegaría a tiempo a la clase de Auditoría. Odio la auditoría, así que eso no representaba un problema, pero por otro lado también me resultaba odioso estar a las once de la noche todavía en mi cubículo, rodeada de policías que seguían buscando huellas cuando todos mis compañeros, incluso Juana, se habían marchado horas antes a sus casas o quizá al bar. Suspiré.
Mientras luchaba por volver a encajar el deslizador en la cremallera de mi bolso, observé a Conde. El tipo estaba fresco y tranquilo, recostado sobre una pared con un pie cruzado sobre el otro y apoyado en punta, el traje impecable y el cabello negro en su lugar. ¿Barba? A esa hora, un centímetro de plutonio con capacidad mortífera a distancia.
Me pregunté cómo lograba el condenado dueño del estudio estar tan bello en todo momento, como si fuera la portada de una revista de moda masculina. Como soy una mujer dura, contuve un bochornoso suspiro. El aspecto del abogado no era algo que a mí me importara, estoy tan lejos de parecerme a una de sus anoréxicas amiguitas como lo está el elefante del gato.
Mala comparación, me dije mientras buscaba en el cajón un rollo de cinta de embalar por si el bolso volvía a abrirse, no quería ser el elefante y desde luego no soy un gato. Con solo 100—65—94, me considero una de esas mujeres a las que llaman «reales» (con la esperanza de que las flacas no lo sean, creo yo). A lo que voy es que con el cabello castaño y ondulado, los ojos pardos (mi amiga Soraya los llama «misteriosos»), la nariz recta sin ser exagerada, los pómulos altos sin llegar a eslava y los labios rellenos (y naturales, ¡faltaba más!), quiero creer que no me veo tan mal. Incluso hay quien dice que tengo algo de Hiba Abouk, ¿qué tal? Con las tetas de Salma Hayek, eso sí. El caso es que no estaría yo descontenta con mi apariencia si no midiera un modesto 1.60 y no tuviera esos kilos de más.
Suspiré audiblemente y el abogado me miró, una pregunta flotando en sus pupilas hermosas. Porque sí, este tipo tiene hermoso hasta el agujero por el que mira. Me encogí de hombros, no iba a mostrarle que me había derretido una vez más.
Los policías se llevaron la falange, una declaración firmada y media docena de cruasanes que habían quedado en la cocina.
En el silencio que sobrevino a su partida, fui consciente de que nunca había estado en el estudio a una hora tan alta de la noche, ya las sombras se proyectaban amenazantes en los rincones y la tentación de saltar a los brazos de Conde me hacía mover los dedos de los pies con nerviosismo. Claro que esa idea se me ocurrió únicamente como medida de precaución, después de todo, ¡alguien me había enviado una falange!
—Te acerco hasta tu casa —se ofreció el abogado en ese instante y di un respingo. El día acababa de pasar de menos diez grados centígrados a los cuarenta en un santiamén.
Tragué saliva mientras sopesaba la invitación. Mi jefe estaba para comérselo pero yo no había tenido tiempo de lavar los platos desde el sábado anterior, no me había depilado las ingles y además no, definitivamente no era una buena idea. ¿Y qué hacía pensando en eso después de todo?
—No hace falta —dije con pesar—, vivo en un piso a doce manzanas de aquí, me tomo un taxi.
—Insisto.
Mientras avanzábamos en silencio por las avenidas, me pregunté qué pasaría si él estiraba una mano y la situaba sobre mi rodilla. Me moriría, pensé con horror, solo a mí me podía pasar que el día en que enganchaba un viaje como ese, tenía los pantis hechos trizas. Me había visto obligada a taparlos con el bolso en lugar de mostrar las piernas.
Pero Conde no puso la mano en otro sitio que no fuera el volante o la palanca, ni siquiera me ayudó a bajar, se despidió con un seco «hasta mañana» y me fui a dormir pensando en la frase que siempre repetía mi madre: «No estás hecha para estar al lado de un hombre. Te falta encontrar el equilibrio. Lo dice aquí, en las cartas».
Por suerte no creo mucho en las habilidades de adivina de mi madre pero me disgusta pensar en esa profecía, sobre todo porque no tengo ni uno, ni medio, ni siquiera un cuarto de hombre a mi lado desde hace un largo tiempo. ¿Y quién quiere uno?, me dije mientras me abrazaba a la almohada, la ciencia logró congelar el reloj biológico femenino y la tecnología hace rato que descubrió reemplazos para… eh, otras herramientas del hombre.
En la madrugada me desperté pensando en la falange pero me volví a dormir casi en el acto: no era mi problema, sino de los abogados.

* * * * *

Cuando llegué al trabajo eran las nueve y veinticinco del día siguiente.
—Te están esperando —anunció Juana García con voz de El Resplandor, al dejarme entrar.
—Malala, pasa —dijo al mismo tiempo Egarteche García, primo de Juana y uno de los dos dueños del estudio, mientras entreabría la puerta de su oficina.
Me puse a pensar rápidamente en la excusa que podía usar para justificar la llegada tarde. El problema era que llegaba siempre tarde y a veces se me olvidaba el pretexto que había usado un día antes y volvía a repetirlo.
—Una anciana se cayó en la calle —anuncié sin aliento—. Tuve que acompañarla hasta su casa, por suerte vivía…
No pude seguir, en cuanto traspasé la puerta me di con que todo el estudio me estaba mirando. Allí estaban los dos socios, los ocho abogados novatos y las cuatro secretarias.
—María, quiero que repitas lo que pasó ayer con todo detalle —pidió Conde.
Odio que me diga «María» pero es una costumbre que el abogado más guapo del estudio no ha abandonado en los tres meses que llevo trabajando allí a pesar de las veces que le he corregido. Quizá él no tiene tiempo de recordar mi nombre, después de todo no estoy entre sus amigas de Facebook. Ni siquiera colgué una foto en bikini en el Instagram.
Con un encogimiento de hombros, relaté los hechos y luego me retiré a un rincón mientras los escuchaba debatir.
—Es un mensaje mafioso —señaló Egarteche García tras un ligero carraspeo. Noté que sus ojos tenían un brillo febril y las manos que sostenían su lápiz estaban temblando. De inmediato, sentí por él un arranque de simpatía, un sentimiento de hermana mayor que me apresuré a reprimir: ¡no soy tan vieja, él me lleva un par de años!
—No cabe duda que es algo mafioso —asintió Conde.
—La entrega de una falange es un detalle típico de la cosa nostra siciliana o de la ndrangheta calabresa —se explayó Egarteche con renovada energía y todos nos preparamos para escuchar una disertación: el tipo es un sabio y un pelmazo, así que me recosté contra la pared—. Aunque también lo usan los narcos colombianos y mexicanos. El cartel de Sinaloa, por ejemplo…
—En resumen, lo utiliza cualquier grupo —cortó Conde.
—Puede ser. Tenemos que hacer un listado de todos los casos que estamos atendiendo y que pudieran tener alguna asociación con esto —pidió Egarteche con inesperada decisión—. Así podremos llegar a saber quién nos amenaza y por qué.
Los abogados novatos murmuraron, asintieron y varios tomaron una pluma y una hoja de papel.
—Esta tarea es inconducente —bufó Conde, interrumpiéndolos—. ¡Casi todos los casos que tengo están relacionados con grupos de poder!
Tuve que ocultar una sonrisa. Conde hace derecho penal y penal económico, así que el eufemismo «grupos de poder» abarca varias mafias, desde empresarios a sindicatos, pasando por especuladores y políticos. Lidia con una variedad de asociaciones ilícitas que traspasan fronteras e involucran delitos tales como lavado de dinero, contrabando y corrupción.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Juana, siempre estupenda en su papel de bibliotecaria, archivadora y polifacética alcahueta profesional.
—Tendremos que esperar a que nos hagan una amenaza más concreta —explicó Conde—. Es extraño que hayan comenzado por la falange, normalmente primero llega algún tipo de mensaje. ¿Ninguno recibió nada? —Los novatos volvieron a murmurar mientras negaban con la cabeza y Egarteche se excusó para ir al servicio—. Tenemos que estar atentos. María, te eligieron por alguna razón, es probable que vuelvan a hacerlo…
En ese momento de mi móvil surgió la melodía de Darth Vader en La Guerra de las Galaxias, tragué saliva y salí corriendo.
Maldije la inoportuna interrupción pero no podía dejar de contestar, no cuando mi mejor amiga, o debería decir quizá mi segunda madre, me llamaba.
—Soraya, no es buen momento —dije en voz baja desde el vestíbulo tras pulsar la tecla de recepción.
—¡Malalita, tu mamá desapareció! —me respondió entre gritos y sollozos la voz algo chillona de Soraya.
Mis rodillas empezaron a temblar y tuve que apoyarme en el escritorio de la secretaria.
—¿Cómo? —atiné a decir.
—¡No sé nada de ella desde ayer! Tienes que venir, ¡estoy muy angustiada!
—¿Has llamado a su móvil?
—¡No contesta!
—¿La tía?
—¡No sabe nada! —Soraya vaciló antes de continuar—: Y hay algo más, creo que en esto está envuelta la mafia.
—¡La mafia! Eso no existe, salvo en Italia o en Hollywood… Claro que también hay en Rusia. Y en el gobierno. De todos modos, ¿preguntaste en el barrio si la vieron?
—¿Y cómo se vería que yo estuviera averiguando el paradero de una adivina? ¡Arruinaría nuestra fama!
Apreté los labios, ¡Soraya estaba preocupada por el qué dirán mientras mamá había desaparecido!
—Estoy yendo para allá.
Tras colgar, me quedé allí unos instantes, mientras intentaba dominar la gelatina en la que se había convertido mi cuerpo. Pero cuando logré regresar a la reunión, no pude dejar de pensar en que mi madre había desaparecido, yo tendría que ir a su barrio a buscarla, rescatarla de la mafia, si eso era posible. De inmediato, me pareció una ridiculez. ¡La mafia no tenía lugar en nuestras vidas! ¿O sí?
La mente me daba vueltas, cien pensamientos negativos pugnaban por espacio, entre los que se hallaba el hecho de que no quería volver al barrio de mi madre.
Entretanto, tuve la vaga impresión de que alrededor seguía el debate sobre la falange, pero no le presté atención. ¿Qué podía importarme a mí una falange en esas circunstancias? Pero entonces tracé la unión entre los hechos. No podía ser casualidad que mi madre desapareciera el mismo día en que me habían enviado una falange, ¿no es así?
—¿María? —La voz de Conde pareció surgir desde lejos—. ¿Escuchaste lo que pedí o necesitas que te lo repita?
Creí oír la risita de las secretarias y tragué saliva.
—No hay de qué preocuparse —anuncié—. Acabo de recibir la llamada que estábamos esperando, el asunto del dedo no tiene nada que ver con el estudio.
Se escuchó un golpe, un gemido y todos se volvieron a la puerta, donde Egarteche —que acababa de volver del baño— se aferraba el codo con fuerza.
—¡Me golpeé! —se quejó.
De inmediato, la atención volvió a centrarse en mí.
—¿Un asunto personal? —quiso saber Conde, el primero en recuperarse de la sorpresa.
—Ajá.
—¿Algo que quieras contarnos?
Negué con la cabeza.
—Creo que voy a tomarme el día libre, si nadie me necesita. O tal vez la semana libre… no sé.
El silencio volvió a apoderarse de la reunión y di media vuelta. Dejé la oficina y mientras caminaba hacia mi cubículo los escuché hablar, todos a la vez, discutiendo.
Iba a perder el empleo si me tomaba más de una tarde pero nada de eso importaba mientras pensaba en mi madre.
Con el cerebro embotado, sin poder concentrarme gran cosa en lo que estaba haciendo, tomé la decisión de llevarme todas mis pertenencias, no fuera que a alguien se le ocurriera abrir los cajones de mi escritorio y descubriera los apuntes de Auditoría, los folletines de lencería, las novelas baratas y mi tesoro más preciado, la caja de bombones de limón con chocolate. La caja estaba casi vacía y me comí el último con los ojos anegados.
Recogí todos mis objetos personales y estaba a punto de marcharme cuando escuché una voz a mi espalda.
—Te llevo.
Apreté los labios antes de volverme para mirar a Conde.
—No. Esto no es asunto suyo.
—Insisto.
Eran las mismas palabras de la noche anterior y experimenté el lógico déjà vu, solo que ese día me había puesto pantalones y no tenía interés en la propuesta.
—No.
—Estás temblando y llevas mucho peso, no podrás caminar ni media manzana en esas condiciones.
Dejé caer sobre el escritorio las cosas que tenía en la mano y me senté. Me sentía vulnerable y Conde no era el mejor testigo para compartir el momento.
—¡Váyase! —exigí con la voz temblorosa.
De inmediato, escuché un jadeo del otro lado del cubículo y rogué que Juana no hubiera sufrido un paro cardíaco por mi falta de modales. Por las dudas, preferí no fijarme, no fuera que la policía volviera a retenerme.
El abogado no me prestó la menor atención, alzó mis cosas con facilidad y se dirigió hacia la puerta.
—¿¡Cómo crees que te voy a dejar!? ¡Vamos!
Egarteche se asomó en ese momento, titubeó al vernos juntos y luego se fue, murmurando algo. Eso me decidió, no quería hablar con nadie y me puse de pie para seguir a Conde.
En esa ocasión el viaje en coche tomó un rato más que el día anterior, ya que las calles estaban taponadas. Estábamos en primavera pero el calor ya se hacía sentir. Había empezado a subir en oleadas desde el capó de los vehículos, se entreveraba con el olor de la basura acumulada en los drenajes, ascendía desde el cerebro achicharrado de los conductores en densas espirales de mal humor.
Decir que el tránsito era un caos resultaba demasiado cliché y había dejado de ser correcto la década anterior. Desde entonces, la ciudad había avanzado varios peldaños en su camino hacia el infierno.
Conde puso Maps de Maroon 5 en el estéreo y tamborileó con los dedos durante un rato.
—¿Y? ¿Vas a contarme? —preguntó tras empantanarse en el tráfico por tercera vez—. Mira que puedes necesitar un abogado.
Supuse que él tenía razón, aunque lo más probable era que necesitara a la policía, a todas las fuerzas especiales e incluso a la Interpol.
—Es algo relacionado con mi madre, ha desaparecido —confesé a regañadientes.
El abogado silbó por lo bajo.
—¿Estás segura?
—Bueno, mi amiga Soraya… quiero decir su ayudante… Soraya es mi amiga pero también ayudante de mi madre —sentí que me trababa y aspiré hondo para calmarme—. Me avisó que mamá falta desde ayer.
—¿Probaste con su teléfono?
Saqué mi móvil del bolso y lo intenté en ese momento, pero nadie respondió.
—Nadie contesta.
—Puede ser un simple robo del móvil.
—¡Pero ellos enviaron la falange!
—¿Ellos, quiénes?
—La… ¿mafia? —Sentí una vez más que estaba haciendo el ridículo. Pero tenía la mente nublada y un nudo en el estómago, no podía pensar. ¿Acaso Soraya no había mencionado a la mafia?
—¿Tu madre no tiene teléfono fijo? —insistió Conde y negué con la cabeza—. ¿Preguntaste por ella a alguna vecina o una amiga?
Negué otra vez. ¿Acaso sabía yo quiénes eran las amigas de mi madre? Además, Soraya ya había contactado a la tía Hermilda.
Intenté nuevamente el móvil de mamá, sin resultado, y me soné la nariz mientras trataba de aguantar el llanto.
—¿A dónde vamos? —quiso saber Conde al cabo de un momento.
—A mi piso, es en la otra manzana.
—Eso ya lo sé, pero ¿a dónde vamos después?
—Usted, a ningún lado.
—¿Tu madre andaba en algo raro?
Me pregunté si el esoterismo era lo suficientemente raro como para ser catalogado como tal y decidí que no. ¡Esotérico puede ser cualquiera!
—¡Para nada! Es una mujer normal.
—¿Ya se dio aviso a la policía?
—No… —Sentí que Conde me miraba de forma extraña y me vi obligada a aclarar—. Primero quiero saber qué pasó, hablar con su ayudante, que me está esperando.
—¿A qué se dedica tu madre?
Me negué a contestar, mientras apretaba el bolso en una mano y el pañuelo en la otra.
Él arqueó una ceja y me miró como debía mirar a la contraparte en un juicio. Con una mirada así, los pobres delincuentes debían de arrastrar los pies bajo la silla y confesarse culpables antes de que el juez llamara al primer testigo.
En este caso no funcionó, yo no pensaba contestar. El abogado frunció el entrecejo y por un momento me distraje con su perfil clásico. Realmente era un hombre al que daba gusto mirar. Cabello negro peinado al gel, raya perfecta, facciones exquisitas, ojos color chocolate fundido. Lástima que también fuera un tipo creído, con el recuerdo del «niño de papá» que debió haber sido aún pegado a los talones como una marca de fábrica. Pijo, como se dice.
—Aquí me quedo.
En cuanto el coche frenó junto a la acera de mi piso, abrí la puerta y descendí de un salto, haciendo gala de agilidad. Forcejeé un poco para alzar las cosas que estaban en el asiento de atrás y cuando conseguí apilar todo en mis brazos, me di vuelta y por poco no se me cayeron los paquetes de las manos. Conde se había bajado y estaba a mi lado.
—Dame eso —dijo él, recogiendo las cosas.
A mí no me quedó más remedio que subir en su compañía, pero lo hice como corresponde: refunfuñando y murmurando contra la caballerosidad de los metomentodos en el siglo veintiuno.
El abogado no respondió pero en cuanto abrió la puerta del piso, escuché que chistaba.
—¡Espera! No toques nada. ¿Fue forzada la puerta? —Conde sacó un pañuelo del bolsillo y revisó el cerrojo con la mano envuelta en él—. Hay que llamar a la policía. Con suerte encontraremos huellas… aunque tal vez hayan usado guantes. ¿Estás segura de que no hay nadie dentro?
De una ojeada, revisé el único ambiente en el que vivo: la cama estaba deshecha, el ropero abierto, los cajones salidos, la puerta desencajada y apoyada al costado junto a un par de cajas de pizza. Más cerca de la entrada y sobre la mesa abatible había un vaso de plástico junto a una caja de tampones y los pantis del día anterior. El suelo estaba cubierto de ropa limpia, sucia y en todos los estados intermedios. Cuatro zapatos que no formaban pares matizaban la habitación aquí y allá. En resumidas cuentas, todo se encontraba tal y como lo había dejado esa mañana.
Puse los ojos en blanco con tanto empeño que llegué a verme la nuca y luego alcé los paquetes de manos del abogado.
—No es fácil mantener el orden en un ambiente de dos por dos —expliqué.
—¿Hiciste todo esto solita? ¿Y en serio tiene dos por dos? Habría pensado que era imposible tener tanto desorden en un pañuelo.
Me encogí de hombros. ¿Qué sabía ese niño malcriado sobre la ciencia de vivir en ambientes pequeños? Probablemente su cuarto de baño fuera más grande que todo mi piso. Probablemente su bañera fuera también más grande, pero eso no lo hacía más limpio, podía sentir un olor que… un momento, el olor venía de la zapatilla que en ese momento estaba pisando.
—Hasta luego —intenté cerrar la puerta tras de mí pero el hombre no me hizo caso: permaneció de pie, apoyado contra el marco, con los brazos cruzados sobre la camisa blanca y la corbata a rayitas, como si no tuviera otra cosa que hacer que esperarme. Casi se merecía que lo hiciera conducir la hora y treinta que nos separaba del barrio de mi madre, solo que yo no quería estar presente cuando llegáramos.
—Escuche —traté de razonar—, no sé por qué está haciendo esto, no soy una niña. Usted seguramente tiene audiencias…
—Alguien dejó en el estudio una falange.
—Ya le dije que es un asunto particular.
—Antes de dejarlo quiero cerciorarme, con nuestro estudio no se juega.
¡Así que era eso! Estaba preocupado por la imagen del estudio. De mala gana, conteniendo el deseo de sacarle la lengua, rescaté del armario un jean, una sudadera y rebusqué bajo la cama hasta hallar un par de sandalias de tacón bajo. A continuación me encerré en el baño y me cambié deprisa. Me peiné con una coleta y al salir, puse los brazos en jarras.
—Está bien, puede venir. Pero si cuenta en el estudio algo de lo que vea, lo mato —le advertí.
Luego enfilé hacia la puerta sin molestarme en constatar la sorpresa en el apuesto rostro de mi jefe.


* * * * *


Una hora y cuarenta y cinco minutos después llegamos al barrio. En realidad, más que un barrio se trata de otra ciudad, con su propio centro comercial y sus autoridades, pero está tan unida al resto de la gran urbe como una célula la está de la siguiente: forman un tejido amorfo e intrincado, algo así como un tumor maligno.
La calle donde vive mi madre es como todas las demás: un amasijo de casitas apretadas entre moles de aburridos edificios. Las casitas lucen descascaradas y viejas, los pisos lucen viejos y descascarados.
Al detenernos vi que algunas personas caminaban deprisa por la acera sin mirar a los lados y un grupo de jóvenes venidos de un villorrio ubicado a media docena de manzanas de allí se había reunido en una esquina a tomar cerveza.
—«Maestra en artes y ciencias adivinatorias, vidente, astróloga, numeróloga, especialista en tarot y runas, I—ching, magia blanca: amarres, conjuros y lectura del futuro» —leyó en voz alta Conde frente al cartel luminoso del local—. ¿Aquí vive tu madre?
—Ajá. ¿Ve esas dos puertas? Una es de la casa y la otra, del negocio.
Mi jefe silbó por lo bajo.
—No me digas que tu madre es…
—¿Qué?
—¡Nada!
—¿Qué iba a decir?
—Iba a decir vidente, astróloga, numeróloga… ¡está bien, iba a decir parapsicóloga y charlatana!
—¡Mi madre no es parapsicóloga! Y desde luego no es una charlatana. —Aunque sí, pensé, tal vez lo fuera un poquito.
Molesta, bajé del coche sin esperarlo y entré a la casa con mi llave.
—¿Soraya? ¡Soraya! —comencé a gritar desde la sala. Espié primero en el área de recepción a la derecha y la encontré vacía. Más atrás, en el cuartito donde atendía mi madre, idéntico resultado. Seguí el pasillo y revisé, de un lado la cocina y del otro los dormitorios, tanto el de mamá como el de Soraya: en ambos casos no había nadie. Cuando llegué al patio trasero, vi que Soraya entraba por la puertita del fondo, que daba a un callejón.
—¿Desde cuándo usas la puerta trasera? ¿Te estás escondiendo de alguien? ¡Entonces deberías empezar por cambiar de ropa! —exclamé, intentando sin éxito ocultar la sorpresa tras tomar nota del atuendo de falda y camisa rojas que ese día usaba mi amiga. Claro que no ayudaba el hecho de que la falda fuera carmesí y su complemento, escarlata.
Soraya nunca ha dejado de asombrarme. A pesar de sus cuarenta y tantos años y su exceso de peso, se mueve con la gracia de una chica joven y su piel, del color del café tostado, no tiene ni arrugas ni manchas. El cabello, teñido de un refulgente tono amarillo, está siempre impecable, y lo mismo puede decirse de sus labios y uñas, a juego en rojo bermellón. Soraya anda en chanclas pero se cuida. Y la adoro.
Ese día su rostro por lo común sereno se torció en una mueca de desconsuelo.
—¡Malala! ¡Estoy tan angustiada! No sé qué hacer… —Se abalanzó a mis brazos y entramos juntas a la casa. Pero cuando vio al abogado se paró en seco y le dio un repaso de la cabeza a los pies—. Humm… ¿Y este guapo?, te lo tenías bien guardado —ronroneó.
Suspirando, hice las presentaciones, mientras trataba de ignorar que me había puesto colorada. En seguida todos tomamos asiento en la abarrotada sala y Soraya nos relató una historia que me puso los pelos de punta.



* * * * *



Esto es lo que nos contó la ayudante de mi madre:
Una semana antes de la desaparición de mamá, Soraya evaluó de una ojeada a la mujer que acababa de entrar en el local: rubia teñida o quizá peluca, alrededor de cuarenta años, ojos celestes un poco extraños (seguramente lentillas de color), rolliza en la cintura y de busto caído, defectos que se hacían más evidentes por el típico atuendo chillón que surge de la asociación de dinero con mal gusto. Una esposa engañada, adivinó Soraya mientras la hacía pasar a la habitación donde mi madre tiraba las cartas.
Como correspondía a su trabajo, Soraya se tomó su tiempo para correr las cortinas a fin de que no entrara el sol de la tarde y la habitación quedó en penumbras, solo iluminada por una lámpara hindú que emitía una luz opalescente.
Conectó la fuente que hacía fluir el agua, encendió un sahumerio y una vela, acarició las piedras energéticas y finalizó la rutina parándose en un rincón para curiosear sin que la echaran.
En ese momento se escuchó el taconeo rápido que caracteriza a la mujer bajita y ágil que es mamá. Entró y tomó asiento frente a la visita.
—Cuénteme cuál es su problema —invitó mientras barajaba el mazo de tarot.
—Doña Marta, necesito saber si mi plan para matar al hombre al que todos llaman «Chorizo Colorado» va a dar resultado —anunció la clienta.
Soraya se indignó ante el pedido, más que nada porque no había acertado en el motivo de la visita.
—¡Bah! —se le escapó mientras los dedos nudosos de mamá permanecían inmóviles en los naipes.
Soraya contuvo la respiración, temiendo que la mandaran de patitas a la calle, pero los ojos de su jefa no se apartaron de la clienta.
Centímetro a centímetro, mamá fue bajando las cejas y las arruguitas de su labio superior se tensaron en una sonrisa.
—La luna invertida en el pasado reciente —comentó unos instantes después, al colocar la primera carta sobre el tapete—, significa calumnia, engaño, un complot.
Soraya tuvo la satisfacción de ver que la clienta daba un respingo.
—¡Usted sí que sabe! —exclamó la mujer, mirando a la adivina con renovada atención.
Soraya no pudo contenerse. Se irguió en toda su estatura de un metro cincuenta y cinco, cambió el peso de un pie a otro para contrarrestar los efectos de la gravedad en un cuerpo que tenía varios kilos de exceso, e infló el pecho con orgullo.
—¡Ja! —se regodeó.
Su jefa le dirigió una mirada admonitoria pero ella no hizo caso. Estaba teniendo un orgasmo espiritual y siguió escuchando embelesada mientras doña Marta volcaba las cartas.
—Y ahora, el futuro —anunció la adivina al llegar a la décima imagen, empleando una voz de ultratumba.
Era la parte que Soraya más amaba de su trabajo, la que le permitía ver la felicidad en la cara de los clientes cuando ya se habían entregado a las manos de la experta.
Esa vez, sin embargo, el corazón le dio un vuelco al ver la figura que había surgido del mazo.
—El colgado invertido —anunció la adivina con voz apagada.
—¿Qué significa? —quiso saber la clienta, reclinándose hacia adelante en la silla.
—Malas noticias —murmuró doña Marta—. Está luchando por una causa perdida. Va a fallar, tal vez por falta de sacrificio o de voluntad. Veo sufrimiento, va a pagar el pato.
—¿Quién va a pagar el pato? —La voz de la mujer sonó destemplada—. No querrá decir que yo voy a pagar el pato, ¿o sí? ¿Está loca? ¿Tiene idea de quién soy?
—Veo fuerzas ocultas —se excusó Marta.
—Tírelas de nuevo. Quiero que vuelva a echar las cartas ahora mismo.
—Eso no serviría de nada.
La clienta suspiró con fuerza y abrió su bolso. Rebuscó un momento y extrajo una semiautomática de nueve milímetros, que apoyó sobre la mesa.
—Mal de ojo —demandó—. Quiero que le haga el mal de ojo a Chorizo Colorado. Es más, lo quiero ver muerto. Y tengo todo el derecho, después de todo, es mi marido.
Una semana después Soraya abrió desmesuradamente los ojos al ver por la ventana de la sala que tres hombres vestidos con trajes negros y gafas de sol ahumadas bajaban de una Hummer enfrente del local.
Mientras escuchaba el timbre, abrió la puerta que comunicaba la sala con la recepción, vio que ahí aguardaban la vieja de la otra manzana, con sus eternas dolencias de columna, dos jovencitas que cuchicheaban y se reían con nerviosismo, y una mujer de mediana edad que jugueteaba con la alianza de casada.
Evaluó que esas clientas podían esperar. No había tiempo de consultarle a doña Marta, así que tomó la decisión de aplicar el tratamiento VIP a los hombres que en ese momento traspasaban la puerta.
—¡Adelante! —invitó con su mejor sonrisa mientras seguía con la vista al hombre bajo y regordete que venía delante y que, por tanto, asumió que sería el jefe—. Pase a la sala, por favor, doña Marta lo está esperando y ahora lo recibirá.
Era, por supuesto, una mentira. Pero valía para que las otras clientas no se molestaran y, sobre todo, para ensalzar las habilidades de la adivina, cuyas virtudes pregonaba el enorme cartel exterior del local:
«Maestra en artes y ciencias adivinatorias, vidente, astróloga, numeróloga, especialista en tarot y runas, I—ching, magia blanca: amarres, conjuros y lectura del futuro».
Los hombres atravesaron la puerta que separaba la casa del local comercial y entraron a la pequeña sala familiar que estaba atestada de muebles.
—Siéntese —invitó Soraya, todavía con la sonrisa obsequiosa en el rostro y dirigiéndose exclusivamente al jefe.


Los hombres no respondieron y permanecieron de pie. Uno de ellos husmeó un poco el lugar y luego se retiró para aguardar en la Hummer. Otro se mantuvo erguido junto a la puerta y el hombre calvo y gordo pareció concentrar su atención en los numerosos objetos que poblaban la habitación.
Mientras Soraya proseguía el relato de estos hechos, Conde y yo echamos una ojeada en derredor. ¿Qué vería aquel visitante en ese ambiente de tres por tres en el que se aglutinaban un aparador, una falsa chimenea, dos sillones de un cuerpo, un sofá, una mesa ratona, otra con un portalámparas enorme, un piano y dos sillas? No quería imaginarlo. Dos espejos y seis cuadros, entre medianos y pequeños, adornaban las paredes, y cada repisa, cada mesa, cada superficie estaba atestada de adornos entre los que se mezclaban cerámicas de ángeles, jirafas africanas de madera, mamushkas rusas, coloridas muñequitas peruanas e hindúes, tacitas de café de Turquía y copas de cristal de Bohemia. Sobre todos estos objetos paseaba la mirada Conde como debió pasearla el bajo y calvo desconocido un día antes.
—Solo se detuvo al ver tu foto —Soraya hizo una pausa en el relato y miré el único portarretratos de la habitación, en el que una mujer joven con el cabello castaño alborotado, se diría incluso mal cortado, dirigía sus ojos pardos a la cámara con una expresión de tonta perplejidad. Siempre odié esa foto.
—Uf.

—El hombre calvo y gordo le hizo un gesto al que aguardaba junto a la puerta y este se acercó a estudiar el retrato mientras yo les contaba quién eras. No hubo tiempo para más porque en ese momento sonó la campanilla. Era la orden de paso para la siguiente visita y los conduje hasta el consultorio de doña Marta, que comunica tanto con esta sala como con la recepción del local.
—¿Escuchaste de qué hablaron?
—No. —Soraya negó con la cabeza—. Al recibir una orden de tu madre, cerré la puerta tras ellos sin rechistar. No supe de qué hablaron. No los vi salir. Cuando volvió a sonar la campanilla, doña Marta estaba nerviosa y me ordenó que echara a las clientas que la estaban esperando. No atendió a otras personas y cuando entré una hora más tarde para llevarle el té, me di con que ya no había nadie. Tu madre había desaparecido.


30 comentarios :

  1. uuu quede con ganas de massss esta muy buena la historia

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    1. ¡Gracias, Margoth! No te pierdas el próximo viernes.

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  2. Hola Irene!!! Me ha encantado!!! La verdad te felicito!!!! Ahora espero ansiosa la llegada de los viernes!!! Saludos Gabys.

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    1. ¡Estupendo! Muchas gracias por tu apoyo :-)

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  3. me gusta,me gusta el proximo mas largo porfis...dulce espera...

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    1. ¡Haré todo lo posible! Gracias por comentar :-)

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  4. Cómo se puede ser tan malilla de dejarnos así!!? Ñor cierto, pedazo de bombón de jefe que te has buscado, con jefes así da gusto ir a trabajar.... Ainsss

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    1. Ah, pero tiene lo suyo, que no todo lo que brilla es oro jajajajaja. ¡Gracias, Inma! Un gran abrazo :-)

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  5. Amo tus historias *-*

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    1. ¡Gracias, Elyy, espero que sigas leyendo! :-)

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  6. no vale!!! Eres mala.. hasta el viernes??
    :(

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    1. ¡Falta poco! Y entra en escena el poli :-)

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  7. Estoy encantada......esperare con ansia el viernes......gracias.

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    1. ¡Gracias a ti por leerme! Un abrazo :-)

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  8. Arancha13.1.15

    Tres dias para el viernes..... tic tac tic tac

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    1. ¡Eres mi salvadora, muchas gracias y un gran abrazo! :-)

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  9. Uffff, que tensión!!! Me he leído las tres partes publicadas y ya me muero de impaciencia por leer más!!!! Enhorabuena me tienes totalmente enganchada!!! Un abrazo.

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    1. ¡Gracias, Pili! Me alegra saber que te está gustando. Un abrazote.

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  10. Me encanta!!! Ojala y ya sea viernes!!!

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    1. ¡Queda poco para que entre en escena el poli! ;-)

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  11. Espero el viernes con impaciencia ,me quede bastante intrigada..

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    1. ¡Me alegro! Muchas gracias, espero que sigas leyendo :-)

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  12. Deseando leer masssss

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  13. Me encanto! Un atrayente comienzo!!

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  14. Un inicio trepidante!!!! me ha hecho ver el capitulo entero como si fuera una pelicula!!!! Voy al segundo capítulo... Emocionante!!!

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    1. ¡Gracias, Alejandra! Es emocionante leer ese comentario, proviniendo de una persona experta en el género policial como tú. Un abrazo.

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  15. ¡Espero que te haya gustado el segundo también! Gracias por comentar :-)

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  16. Malala esta loca xq estudia algo que no le atrae??? El abogado muy furufufuy pwro vien que anda pendiente de ella mmm

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    1. jajajajaja. ¡Sí, Malala está bien loca! Hace todo lo que puede por apartarse del destino de su madre, pero la vida tiene otros planes. Mmm ya veremos. ¿Y el abogado? jajajajaja ¡tienes toda la razón! Gracias por comentarlo, Claudia :-)

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