Mal de Ojo - capítulo 4 - El mago
A las nueve de la mañana del día siguiente, las dos primas aguardábamos tras la ventana de la sala de la casa de mi madre. Yo había traído absolutamente todas mis prendas (más que nada para aprovechar la lavadora) e iba vestida otra vez con jean, sudadera y zapatillas. No me sentía cómoda: el único pantalón que tenía limpio apretaba mis curvas y tenía un tajo en el muslo que yo misma había hecho para disimular una mancha.
Para colmo, Valeria lucía un vestido idéntico al de Marilyn en la escena de las rejas de ventilación, tacones de doce centímetros y una sonrisa boba de oreja a oreja, como si acabara de hacerlo con el presidente.
—Probablemente no te dejen ir —dije por enésima vez—. La invitación suena a narco. Tal vez sean los tipos que se llevaron a mamá y no van a ser fáciles de convencer. Además —puse mi mejor voz de Robert De Niro—, «no querrás terminar durmiendo con los peces».
—No sabemos si son narcos.
En ese momento un vehículo se detuvo frente a la puerta. Se trataba de un utilitario bastante ruinoso, a tal punto que era imposible discernir su marca y ni siquiera tenía matrícula.
Un hombre enorme y calvo se bajó, tocó el timbre y nos saludó con una sonrisa sin dientes. Sin hablar, nos hizo seña de que lo siguiéramos y nos abrió la parte trasera del vehículo de carga. De inmediato me sentí desfallecer.
—No pienso subir ahí —anunció Valeria—. Huele a muerto.
El hombre asintió vigorosamente, sonrió y se le escapó un hilito de saliva por la comisura de los labios.
—Te lo advertí —repuse y tomé impulso para treparme.
El olor era incluso peor dentro pero por suerte pude distinguir con algo de alivio que la causa era una centena de peces que se hallaban atrapados en una red, en el suelo del utilitario.
—¡Qué asco! —se quejó Valeria, pero se sentó en la única banqueta disponible junto a mí.
—Vas a arrepentirte de venir vestida de blanco —anuncié con maligna satisfacción, pues uno tiene sus debilidades.
—Al menos no están por romperse las costuras de mi pantalón —respondió mi prima.
Temí que la frase tuviera algo de cierto. Tendría que revisar mi trasero en cuanto bajáramos. Entretanto, el hombre subió delante y nos condujo en silencio durante una veintena de manzanas.
Cuando nos detuvimos, el tipo —que a todas luces era mudo— nos abrió la puerta con un gesto galante. Descendimos y nos encontramos con que estábamos en el muelle junto al río.
Una brisa sostenida nos azotaba la cara y se introducía en nuestras fosas nasales; habría sido agradable si no hubiera estado llena de gases tóxicos industriales.
De pronto, el sujeto nos empujó a un lado sin ninguna cortesía, se ubicó frente a las puertas del vehículo y cogió la red de peces. Debía ser realmente fuerte porque se la subió al hombro sin ayuda, dio la vuelta, cerró la portezuela y comenzó a caminar calle abajo.
Entonces me percaté de que uno de los bichos se había soltado y había quedado en el suelo al pie del vehículo. Lo alcé entre dos dedos y estaba a punto de correr tras el hombre para alcanzárselo, cuando vi que el animalejo tenía la panza abierta. Una bolsita de plástico se entreveía en su interior.

—¡Joder! —Solté el pez como si hubiera sido una barracuda.
—¿Qué? —quiso saber Valeria.
—¡Nada, yo no vi nada!
El tipo se dio la vuelta en ese momento, nos sonrió y nos indicó con la mano que lo siguiéramos. No sabía qué hacer. Mi primer impulso fue salir corriendo y tirarme al río pero entonces Valeria iba a quedarse sola en el muelle, además de seca, limpia y hermosa. No pude resistirlo.
Indecisa, miré al pez y a la puerta cerrada del utilitario. Jodida suerte, me dije con rabia, ahora el bicharraco tenía mis huellas. No podía decirle al Mudo que lo había visto y tampoco podía dejarlo ahí sin más, porque si por un milagro había un procedimiento policial, no tendría cómo explicar la presencia de mi ADN.
Me mordí los labios y en el último momento tuve la ocurrencia de meter el pescado en mi bolso. Me lo llevaría hasta que pudiera deshacerme de él, quizá en el río. Cerré de un tirón y, como tantas veces antes, me quedé con el deslizador en la mano. En el acto empecé a luchar para encajarlo de nuevo mientras pensaba que tendría que haber unido las lenguas del cierre con cinta de embalar. ¡Si hasta había tenido la precaución de traerme un rollo del estudio para esta circunstancia!
—¡Vamos! —me apuró Valeria, que ya había echado a andar tras el hombre.
Tras encajar el cierre, tuve que correr para alcanzarlos.
Hicimos doscientos metros y de pronto nos detuvimos junto a una vieja lancha con cabina. El sujeto dejó caer los peces en el suelo y nos tendió una mano para ayudarnos a subir a bordo.

Valeria pasó primero y lo estaba haciendo yo cuando el viento jugó con la falda «Marilyn» de mi prima, el Mudo se quedó embobado y soltó mi mano para mirar. Para mi desgracia, yo ya había tomado impulso, salté a cubierta, resbalé, giré y fui a dar de culo contra el suelo.
—¡¿Qué diablos…?! —Los ojos desorbitados de Valeria me miraron con pavor y temí que realmente se hubiera roto la costura de mi pantalón. Espantada, miré hacia abajo. Una docena de peces destripados me observaban con la misma expresión boba que tenía mi prima y de sus vientres se habían escapado sendas bolsitas rellenas con una pasta blanca.
—¡Que lo parió! —gritó el Mudo.
—¡Yo no vi nada! —dije, poniéndome de pie como un resorte.
Mi prima y yo nos sentamos en una banqueta, nos abrazamos y cerramos los ojos con fuerza. Tras un rato nos dimos cuenta de que la lancha había arrancado y miramos alrededor, temblando. Estábamos saliendo a río abierto.
—¿Crees que vaya a matarnos? —preguntó Valeria con los dientes castañeteando.
—Lo hará un poco más lejos, donde nadie lo vea —asentí. Mi prima me dio entonces un empujón que me tiró de la bancada y caí sobre los peces—. ¡Eh! ¿Y eso por qué?
—¡No quiero morir oliendo a pescado podrido!
—¡No huelo a pescado podrido! —Pero me miré los pantalones manchados y pensé que tal vez sí lo hacía.
Viajamos durante un rato que se nos hizo eterno (vimos desfilar nuestras vidas, el túnel, la luz al final) y finalmente atracamos en un muelle lleno de costosas embarcaciones. Habíamos atravesado la gran urbe de punta a punta y estábamos en el extremo norte, en medio de casas señoriales.
—¡Sabía que me había vestido bien! —observó Valeria al desembarcar.
No me digné a echarle un vistazo. En cambio, miré al hombre de traje negro y camisa blanca que nos estaba esperando con los brazos cruzados sobre el pecho. Parecía hermano de Schwarzenegger.
—¿Algún problema? —indagó el sujeto, dirigiéndose al tipo de la embarcación.
El Mudo negó con la cabeza, levantó el pulgar y sonrió. Un hilito de saliva se le escapó por la boca al mirar a Valeria.
—Ya tienes reemplazo para tu novio. —Codeé a mi prima.
—¡Bah!
—¿Qué? ¿Es que ya nadie aprecia la caballerosidad? ¡El tipo acaba de perdonarte la vida!
Ambas seguimos a Schwarzenegger hasta un coche negro último modelo, circulamos durante media hora y cuando el vehículo se detuvo junto a un enorme muro, tuvimos que esperar todavía diez minutos hasta que nos hicieron atravesar los portones y una garita de seguridad.
Un doble sendero nos llevó entonces hasta una mansión de tres pisos, cuadrada, con ocho ventanas por cada lado y un gran pórtico al frente. A su alrededor se extendía un jardín, un lago artificial, un camino cimbreante y una larga fila de coches de alta gama.
—Por aquí, señoras —dijo Schwarzenegger y nos indicó una entrada secundaria en la parte de atrás.
El hombre abrió la puerta con llave, nos hizo pasar y volvió a cerrar tras él. Nos hallábamos en una habitación totalmente blanca que solo podía ser el lavadero, ya que se veían cuatro máquinas lavadoras, tres de las cuales tenían prendas en remojo, y dos secadoras de esas ultrarrápidas. En una estantería había varios paquetes de jabón y a un costado se alzaba una pila de sábanas ya planchadas.
—Esta gente ensucia mucho —susurré.
—Mira quién habla —respondió mi prima. Como si la hubiera oído, Schwarzenegger se volvió, miró primero mis pantalones, luego el vestido de Valeria.
—Usted —dijo dirigiéndose a ella— viene conmigo. Y usted —me señaló—, quédese aquí mismo.
—¡Pero si me mandaron llamar!
—No va a ver a las señoras con ese olor. ¡Me van a despedir!
—¡Pero tengo que echarles las cartas!
—Eso va a hacerlo ella —replicó Schwarzenegger—. Parece más profesional.
Valeria se rio mientras yo bufaba.
—¡Ni hablar! —protesté.
Schwarzenegger gruñó, los músculos del tórax se le expandieron y se le notó la forma de un arma en el sobaco.
—¡Está bien, está bien! —me rendí, todo el mundo sabe que el cliente manda.
Se fueron por una segunda puerta que comunicaba con el interior de la casa, y en cuanto estuve sola, miré en derredor. No iba a quedarme ahí encerrada, sin saber si esa gente tenía a mi madre. Tenía que salir, echar las malditas cartas, conocer a esas personas para sonsacarles la verdad. Valeria no sería capaz de eso.
Además, soy valiente.
Además, esa lavadora era genial.
Y la secadora, ultrarrápida.
Y a veces se me olvida pensar.
Bufando, me saqué el pantalón y lo metí en la única lavadora que vi libre. En el último momento lo pensé mejor y agregué la sudadera. Me olfateé un poco y terminé por echar el sostén y las bragas. Cerré la puerta con fuerza, agregué jabón del estante y puse a funcionar.
De la pila de sábanas cogí la primera para envolverme. Estaba tan almidonada que casi no se amoldaba a mi cuerpo. ¿Qué clase de gente era esa, que todavía usaba apresto en la ropa?, me pregunté con bronca. Y por lo visto el jabón era de mala calidad: olía a alguna clase de producto químico.
Locos, locos, me dije mientras me sentaba en una banqueta a jugar con el deslizador del cierre del bolso, ¡locos todos ellos!
* * * * *
Veinte minutos después, el ruido de la lavadora había conseguido adormilarme. Estaba cabeceando contra la pared cuando de pronto oí un crujido. Sobresaltada, me di cuenta de que alguien estaba intentando abrir la puerta por la que había llegado.
Schwarzenegger había echado llave y se la había llevado; eso estaba impidiendo la entrada, pero el visitante tenía su copia y la estaba encajando en la cerradura, así que en cualquier momento se encontraría conmigo, envuelta en esa ridícula sábana almidonada.
Con súbita inspiración y secreto regocijo de saberme tan rápida de entendederas, abrí la puerta que conducía al interior de la casa y la atravesé, aferrando el bolso con una mano y sujetando el nudo de la tela sobre mis senos con la otra.
Me encontré en un largo y amplio corredor, a cuyos lados se alineaban varias puertas idénticas a la que había dejado. Era todo tan blanco y prístino como un hospital, tan simétrico que se asemejaba a las aulas de un colegio o una universidad. No se parecía en nada a una casa y de pronto pensé que me hallaba en un manicomio.
No me animaba a entrar en ningún sitio, no fuera que me descubrieran, pero tampoco quería que me atraparan en el pasillo, de modo que corrí hasta el final, abrí una puerta doble y batiente, y me encontré con una escalera amplia, justamente como las de las escuelas. Me pareció escuchar ruidos atrás, así que subí uno, dos pisos sin detenerme. En cuanto la escalera llegó a su fin, hice una pausa para respirar.
De pronto me di cuenta de que estaba en una casa desconocida, merodeando en busca de mi madre. Era el momento perfecto para que una persona hábil y dispuesta a todo se luciera, alguien con decisión y habilidad, un espíritu alerta. Lástima que yo no fuera esa persona, me dije suspirando. Estaba muerta de miedo.
Una puerta doble al final de la escalera me condujo al corredor del último piso, que era mucho más corto que el de la planta baja y contrastaba con todo lo que había visto hasta el momento porque en lugar de ser blanco y espartano, hacía gala de un lujo exorbitante: suelos de mármol, paredes tapizadas, espejos finísimos, cuadros originales. Al final, otra puerta doble que estaba abierta de par en par daba acceso a una sala inmensa. Era obvio que en el tercer piso funcionaba una casa de verdad (¿qué habían sido entonces los pisos inferiores? ¿Un internado de señoritas?). Ahí la riqueza llegaba a su cúspide.
Los objetos se encimaban unos sobre otros con la misma lujuria orgiástica con que lo hacían en la sala de mi madre. ¡Pero qué objetos! Adornos de oro, de amatista y de diamantes, grandes rubíes engarzados para formar las más extrañas expresiones del arte, pinturas famosas al lado de patrañas.
—¡Qué asco! —comenté al ver una estatua de un metro y medio de alto. Se trataba de una pareja de alabastro: el hombre, de pie como un guerrero, tenía una lanza en la mano derecha y el falo de marfil notoriamente erguido en dirección a la mujer, que llevaba laureles en la mano y las tetas al aire. Dudé un instante, ¿se podía representar a la Libertad acostada y con las piernas abiertas? Supuse que no hay criterios para el arte.
—Espantoso, ¿verdad? —dijo una voz a mi espalda.
Sobresaltada, me di vuelta para ver al hombre que me hablaba, pero entonces el borde de la tela que me cubría se enganchó en la lanza de la estatua y al intentar retroceder, la sábana se abrió, revelando una pierna y buena parte de mi pubis. Sentí que se me enrojecían las orejas y al tironear para taparme, la estatua cayó con un ruido sordo.
Mis ojos desorbitados fueron desde el suelo, donde el miembro de marfil yacía separado del cuerpo del hombre, hasta el desconocido que había entrado, del que registré el pelo negro bien peinado hacia atrás y matizado con algunas hebras plateadas en las sienes, la barba –apenas un asomo- entrecana, los ojos -de un celeste casi gris-, enmarcados por lentes de carey y el guardapolvo largo y blanco típico de los científicos o los médicos. Era altísimo, observé también. Volví la vista a la estatua de inmediato.
—Parece que… perdió sus atributos —dije mortificada—. Aunque supongo que puede pegarse. Si tuviera pegamento, yo lo haría pero… —empecé a jugar con las manijas del bolso, al que había colocado delante de mi pecho como escudo.
—Non ti preoccupare, es una suerte que se rompiera —respondió el hombre, hablando con un fuerte acento italiano. De pronto pareció tomar nota de mi atuendo y me repasó de la cabeza a los pies—. No deberías estar aquí, ¿vienes de la habitación de mi hermano?
—¿Su hermano? ¡No! Vengo del lavadero.
El hombre se subió un poco los anteojos por el puente de la nariz.
—El lavadero —repetí, hablando lentamente por las dudas el sujeto no comprendiera—, el sitio donde están las lavadoras, ¿en-tien-de? —Me mordí el labio y largué el resto en una parrafada—: tenía que lavar mi ropa porque olía a pescado, pero no tenía qué ponerme, así que tomé prestada una sábana y… —De pronto miré la estatua y se me ocurrió una idea—: ¡Ya sé, lo pegaré con cinta! Siempre llevo cinta de embalar por si se rompe mi cartera. Hay que ser cuidadoso, digo yo, mejor prever…
Intenté abrir el bolso pero el deslizador se atoró y me vi obligada a forcejear. Me puse un poco de espaldas, no fuera que se abriera nuevamente la sábana, e hice tanta fuerza que finalmente el deslizador hizo todo el recorrido hasta el borde con violencia, el bolso se escapó de mis manos, salió volando y volando salieron también mis cosas rumbo al cielo.
Horrorizada, vi que había regado el cuarto con mis pertenencias: la cinta de embalar, el móvil, la billetera, un peine, pañuelos desechables, mis llaves, el pez. El pez tenía el vientre abierto y había dejado a la vista la bolsita que tenía en vez de órganos, de la que ahora se desprendía la pasta blanca.
—Hum… —Tragué saliva y mis ojos angustiados se volvieron hacia el sujeto aquel. No tuve tiempo de dar explicaciones. En ese momento otro hombre entró a la sala, también tenía los ojos claros pero era más bajo y rubicundo.
El recién llegado clavó sus ojos claros en el pez, en la estatua y finalmente en la sábana en la que yo estaba envuelta.
—Chi é ella e che cosa fa qui? —preguntó. Luego hizo un gesto de impaciencia con la mano y continuó hablando en español—. ¿Por qué trajiste a casa a una puttana? Creí que habías salido ya para la clínica.
—No soy una fulana —intervine, pero algo en los ojos de ese hombre me hizo retroceder. De pronto, recordé que estaba desnuda, con dos desconocidos, en una mansión que recibía peces rellenos con la misma naturalidad con la que yo ordeno pizza el domingo.
El hombre que había llegado el último se me acercó, tomó una punta de la sábana que me cubría y la aproximó a su rostro para olerla.
—¡Esta es una de mis sábanas! —gritó. Su rostro se congestionó de ira y fue asumiendo el color de una remolacha a la par que tironeaba de la tela—. ¡Y mi estatua! Porca miseria! ¿Encima está robando un pez?
Estaba gritando tanto que deseé taparme los oídos pero no podía hacerlo, no mientras ese sujeto ponía todo su esfuerzo en desnudarme. No me quedó otro remedio que aferrar la sábana desde la unión sobre mis senos para que no me la arrebatara.
Estuvimos peleando como perros, el tipo ganó y cuando logró rasgar la tela, quedé como había llegado al mundo. En ese instante, una tercera persona ingresó al salón.
—Per l’amore di Dio! ¿¡Qué es esto!? —Era una mujer mayor, baja y regordeta, que me miró con los ojos muy abiertos—. ¿Qué hace aquí esta mujer? ¡No traje dos niños al mundo para sufrir esta falta de respeto, soy su madre! ¡Giorgio, Giorgio! —gritó mientras gesticulaba con los brazos.
—Yo no fui, mamá —respondió el más bajo de los hombres con un resoplido. Se parecía a ella como dos gotas de agua. Ante esa respuesta, pareció que la mujer iba a desmayarse. Se tambaleó peligrosamente y el hombre del guardapolvo se acercó a la mujer de una zancada para sostenerla.
Entretanto, yo me había refugiado tras un sillón y observaba la escena medio agachada y a cubierta.
—¡Puedo explicarlo! —Ante el mutismo de todos, empecé de nuevo—: Mi ropa tenía olor a pescado y no me permitieron entrar en la casa. Me quedé en el lavadero para lavarla. Como no iba a estar ahí desnuda, me envolví en una de estas sábanas que son un poco incómodas porque tienen demasiado apresto… —Vi que mis interlocutores dejaban caer sus mandíbulas—, apresto, ¿se entiende? ¿Almidón? —Chasqueé la lengua, parecía que los italianos no dominaban el español—. Lo que quiero decir es que está un poco dura. Entonces escuché un ruido y como no quería que me encontraran así, salí por la otra puerta, luego subí las escaleras, me perdí… —Hablaba cada vez más de prisa, mientras veía que el tal Giorgio metía la mano en la parte baja de su espalda. O se estaba rascando o estaba sacando un arma—. ¡Siento lo de la estatua! —finalicé de golpe.
En eso, el hombre del guardapolvo dio un paso hacia mí y se echó a reír.
—Buena historia, querida, pero no hace falta que ocultes lo nuestro.
—¿No? —pregunté con la boca abierta.
El hombre se quitó el guardapolvo y me lo tendió por encima del sillón. Me lo puse con rapidez, resultaba largo y dejaba transparentar ciertas cosas que quedan mejor bajo dos capas de tela, pero al menos estaba vestida.
Agradecida, me erguí, retiré un mechón de pelo de mi cara, sabiendo que podía ganar un campeonato de frizz, y me volví hacia mi salvador con una expresión de duda.
El tipo acababa de juntar mis pertenencias —excepto el pez—, las guardó en mi bolso, y luego me tendió una mano. Cuando estuve a su lado, me abrazó con fuerza por la cintura.
—Mamá, Giorgio, esta es mi novia.
—¡¡¡Novia!!! —gritamos los tres a la vez, pero entonces él me apretó un poco más, recordé que Montorvo había usado la misma maniobra el día anterior y me obligué a mí misma a atajar un probable ataque de histeria.
—María Laura —dije sin pensar, tendiéndoles la mano.
Entonces todo fue un entrevero de manos y mejillas hasta que Giorgio tironeó de mí y me encerró en un gran abrazo.
—Che bella notizia, che bella notizia! ¿Para cuándo?
—Bueno, en cuanto a eso... —dudé.
—Nos lo tomaremos con calma —repuso el del guardapolvo blanco—. Y ahora, si me permites, mamá, vamos a regresar a mi cuarto.
El hombre me tomó de la muñeca y me llevó prácticamente a rastras hasta una habitación que se hallaba algunas puertas más abajo por otro pasillo. Me hizo pasar a empujones, cerró tras de sí y habló en voz baja y urgente.
—¡Rápido, desnúdate y a bañarte! Ahí detrás tiene el baño, te quiero limpia en un minuto.
Abrí tanto la boca que se me descoyuntó la mandíbula.
—¡Ah, no, no, nada de eso antes del matrimonio!
Él me miró como si fuera el bebé de Rosemary y maldijo en italiano.
—Mi hermano no es tonto —susurró—, ve a bañarte antes de que vuelva. Mientras tanto, yo voy a buscar algo de ropa para ti.
Traté de olisquearme pero en el guardapolvo solo se sentía el olor agradable del hombre. Indecisa, retrocedí hasta el baño. Él tenía razón en una cosa: su hermano podía regresar en cualquier momento.
Los sanitarios eran tan lujosos que daba pena mojarlos, pero no había caso: abrí los grifos de la ducha hasta el tope y me deshice de la prenda en un santiamén. Me enjaboné con el jabón líquido que encontré y que tenía el mismo delicioso olor que el dueño del guardapolvo, y luego me sequé presurosamente. En ese momento tocaron a la puerta del baño y el hombre me pasó un par de prendas.
—Solo encontré esto —se excusó.
Era un uniforme de mucama de vestido negro, con delantal y cuello blancos. El talle era adecuado, aunque un poco corto pues solo me cubría la mitad de los muslos. En resumen, estaba lista para una de esas escenas eróticas de seducción, pero el efecto se arruinó una vez me volví a calzar las zapatillas. Para colmo de males no tenía ropa interior y me pregunté quién habría sido la última en usar esas prendas y para qué. No pude reprimir un escalofrío, pero para demostrar que era valiente, hice de tripas, corazón y salí del cuarto de baño.
El hombre no me echó ni una ojeada, estaba cerrando las cortinas que daban al balcón. Cuando terminó, me hizo señas con la mano de que lo siguiera y desanduvimos el camino que yo había hecho más temprano: el corredor hasta la sala, luego otro tramo hasta la escalera, dos pisos hacia abajo, otro pasillo y de pronto una puerta y el jardín.
Ahí afuera estaba Schwarzenegger, de brazos cruzados, apoyado contra un coche negro, esperando. Al ver al médico, se apresuró a abrir la puerta trasera.
—¿Traigo a la otra? —preguntó.
—Sí —respondí con firmeza mientras el médico parpadeaba.
El chofer se alejó rumbo a la casa y de pronto el italiano y yo nos quedamos solos. Entonces lo repasé completamente: era un tipo de unos cuarenta años, alto (le di entre un metro ochenta y cinco y un metro noventa), de hombros y espalda anchos, cabello negro con las sienes plateadas, la cara angulosa y fuerte, y el mentón apenas cubierto por una barba incipiente. Las gafas le daban un aire de erudito pero los ojos entre celestes y grises detrás de esos vidrios brillaban irónicos. No era solo un rostro guapo, además tenía magnetismo, un poder misterioso que entonces se me antojó un tanto brutal, como si fuera un animal salvaje que de pronto uno no sabe hacia dónde va a saltar. Me aturdió percatarme de que me atraía intensamente.
—Quisiera entender por qué tuve el impulso de salvarte la vida —murmuró él.
—¿Tal vez porque eres Michael Corleone?
El italiano se echó a reír ante la respuesta y luego se acercó tanto a mí que me vi obligada a apoyarme contra el coche. De pronto, el hombre se agachó y me dio un beso fugaz en la comisura de los labios. Parpadeé mientras me temblaban las piernas. Mucho me temo que la ráfaga de adrenalina que me había sostenido hasta ahí se había desvanecido y estaba entrando en shock.
—Hace mucho que no le hacía una jugarreta a mi hermano —sonrió el italiano—. Fue divertido —Y sus labios acariciaron mi mejilla.
—Ma comme! —Giorgio gritó desde el segundo piso—. ¿Qué clase de beso fue ese? Adesso sei timido!
De pronto, una de las manos del sujeto se situó con firmeza en la parte más baja de mi espalda y otra se apoderó de mi nuca, bajo mi pelo suelto. Jamás se habían apropiado de mí así, con esa fuerza que no apelaba a la violencia sino al poder. Me dominaba. Lo supe cuando pegó mi cuerpo al suyo mientras profundizaba el beso. Sus labios eran tibios, exigentes y por alguna estúpida razón, me descubrí abriendo los míos y respondiéndole. Me repasó con la lengua el labio inferior y luego entró, hambriento, en las profundidades de mi boca. Salí a su encuentro. Sentí que él desplazaba la mano que tenía en mi espalda un insignificante centímetro hacia abajo pero ese centímetro hizo una gran diferencia. Lo sentí duro contra mí. Conmocionada, creí que mis pies se despegaban del suelo y me pareció que un coro de ángeles cantaba el «Aleluya», aunque bien podían ser mis hormonas en plan festejo. O un miedo de muerte, es difícil decir.
Antes de que pudiera caer en la cuenta de que había devuelto el beso como una posesa, el hombre me dejó ir.
Durante un segundo seguimos mirándonos. Quería entender, entender. Nunca en la vida me habían besado así. No me gustaba, no. Se me erizaron los pelos cuando me di cuenta de que ese tipo me estaba marcando. Ay, Dios, ¡un narco! y yo, sintiéndome así.
Suspiró. Suspiré.
—Por causalidad no tienes a mi madre escondida en tu casa, ¿cierto? —pregunté.
—¿Tu madre? ¿La conozco? —frunció el ceño.
—Doña Marta Villa.
—No, que yo sepa.
—¿Por qué se enfadó tu hermano conmigo? ¡Era solo una sábana!
—Te metiste con su juego de química.
Abrí la boca, volví a cerrarla y me introduje en el coche.
Cuando llegó Valeria, un par de minutos después, el italiano ya se había ido.
* * * * * *
—Veo que conseguiste trabajo —fue el comentario de mi prima en cuanto subió al vehículo y vio mi ropa.
Me limité a gruñir: Valeria seguía estando radiante y era tan injusto como todo lo que había sucedido esa tarde, así que le propiné un codazo.
—¡Ay! ¿Y eso, por qué?
—¡Sh! El chofer —anuncié en voz baja—. Ten cuidado con lo que dices, es narcotraficante.
—Hoy no puede pasarme nada, verás, si yo fuera una carta, sería «el Mago».
—¿Eh?
—¡El Mago! La persona que maneja las cosas con destreza, diplomacia y finura. El que tiene habilidad…
—Sé lo que dice la carta del Mago. —Pensé entonces que el Mago era otro y aunque no soy creyente, rogué a Dios no volver a verle en mi vida. Con Conde tenía suficiente. ¿Y Montorvo? No, no quería pensar en Montorvo tampoco. Otro que me atraía sin convenirme. ¡Joder! ¿Cómo podían gustarme tres hombres? ¡Y pensar que la puta era mi prima!
—Fuerte vitalidad y poder, alguien dispuesto a todo —siguió diciendo ella—. El que hace gala de creatividad, originalidad…
—¿Tan bien te fue?
—Me pagaron quinientos dólares por echarle la suerte a cinco viejas, ¿qué te parece?
—¿Averiguaste algo de mamá?
—¡No salió el tema!
—¡Bah!
—La dueña de casa solo estaba interesada en saber con quién iban a casarse sus dos hijos.
—¿Eh?
—Le dije que la novia de uno de ellos estaba cerca —se rio—. ¡Y qué, tienen tanto dinero que a lo mejor yo soy la afortunada! La vieja me dio un beso de puro contenta. No dejaba de agradecerle a la amiga que nos recomendó.
—¿Su amiga?
—Otra de las mujeres del grupo. Y tú, ¿qué hiciste mientras tanto?
Pensé en mi encuentro con los italianos. Giorgio daba miedo, de su madre y de Michael Corleone no sabía qué pensar.
Antes de que tuviera la necesidad de responder, el coche se detuvo. Estábamos frente a la estación de trenes y me arrepentí de no haber tomado nota del camino seguido.
—¿¡Cómo!? ¿No volvemos por el río? —pregunté, extrañada.
—No hay necesidad —respondió Schwarzenegger, encogiéndose de hombros, y a nosotras no nos quedó más remedio que emprender el largo y tedioso viaje que resultaba de la combinación de trenes y autobús.
Cuando eran pasadas las tres de la tarde al fin pudimos detenernos un momento para comer en un sitio rápido y mientras Valeria degustaba una ensalada, ordené una hamburguesa completa, que bajé con un refresco light.
—Pagas tú —dije después de agregar un helado a mi pedido. Mi prima me dedicó una mirada iracunda, pero me limité a sonreír—. Con la ropa que llevo, es lo menos que puedes hacer. Si no, va a parecer que me estás explotando.
—¡Abusa!
—No veo que estés haciendo un esfuerzo por compartir las ganancias de hoy.
—¡Son mis ganancias! —chilló Valeria—. Yo trabajaba mientras tú estabas… —miró mi atuendo—. ¿Qué estabas haciendo?
—¡El mío es un trabajo más sacrificado que el tuyo! —se me ocurrió decir para desviarla.
—¡Qué va!
—¡Soy la jefa!
—¡En tus sueños! Además, ¿a quién le hicieron ese «encargo delicado»? ¿A ti o a mí?
—¿Qué encargo delicado? —Fruncí el ceño al ver que mi prima sonreía con la misma actitud misteriosa de la Mona Lisa, con la salvedad de que en ella no resultaba fascinante.
Valeria no contestó y emprendimos el último tramo hasta la casa en silencio: mi prima, concentrada en no manchar su vestido blanco en el autobús y yo, en cómo hacer para que desembuchara.
Se me ocurrió que podíamos canjear secretos, contarle por ejemplo lo de Michael Corleone o lo de Montorvo o lo de Conde, pero había algo que me detenía a último momento. Probablemente fuera prudencia, toda chica sabe que no se alardea del pez cuando todavía está en el río.
Cuando finalmente llegamos al barrio de mamá eran cerca de las cinco. Para entonces me sentía acalorada y fastidiosa, pero si soñaba con sacarme las zapatillas y poner los pies en alto, sufriría una gran desilusión: un grupo de cinco adolescentes me aguardaba en la puerta del local.
—No funcionó —anunció Lucas al verme.
—El filtro es un fiasco —agregó el Desdentado, para más dato—. Las chicas se rieron de nosotros. A mí me rompieron la botellita en la cabeza. —Se señaló un enorme montículo en la frente.
Valeria se echó a reír al entrar a la habitación donde atendía mi madre. Dejó ahí el bolso para luego enfilar hacia la sala.
—Ya que eres la jefa, te dejo con tus clientes —anunció—. ¡Soraya, ven aquí que te cuento!
Suspirando, hice pasar a los muchachos y ocupé la silla de mi madre.
—Pero, ¿las chicas tomaron o no tomaron los filtros? —comencé. Pronto tuve en claro que dos de las jóvenes lo habían hecho y otras tres, no.
Poco a poco logré desentrañar los hechos, tuve una semblanza de cada candidata, tiré las cartas a los pretendientes y les conté cómo les iría en sus trances amorosos.
—Lucas, veo aquí que cuando te dediques a estudiar ingeniería o electricidad te va a ir mejor con esa chica, ella está necesitando que la impresiones.
—La impresionaría más con un atraco. Es de la villa, ya sabes cómo es eso. Un par de meses en chirona también podrían servir de antecedente. O muchos tatuajes en el brazo.
Lo miré con preocupación. ¿Tenía idea su madre de las verdaderas andanzas de Lucas? ¡Tendría que agendarme una conversación profunda con ella!
—Eh… ¿y por qué mejor no cambias de pareja?
El silencio se hizo elocuente. ¡Así que estaba enamorado! Suspiré, tengo cierta debilidad por el amor.
—Ser amigo de la bruja también podría ayudar. La impresionaría —susurró Lucas un rato después, mientras movía una piedrita imaginaria con el pie.
Suspiré una vez más. Realmente no entendía qué estaba haciendo allí, sentada en el sitio de mi madre, adivinando el futuro y dando consejos baratos. Debería callarme, me dije, debería volver a mi piso.
Pero había algo que me retenía, y no era solo mi madre. Tal vez fuera que yo era como esos chicos, una causa perdida, un fracaso. O quizá lo que me detenía fuera una debilidad de carácter, la incapacidad de enfrentarme al destino y decir «no», como en la carta de El Colgado.
—Está bien —volví a suspirar—, déjame anotado el nombre completo y la dirección de la chica, voy a ver si puedo hacerle un amarre mejor.
Los muchachos sonrieron de oreja a oreja y se fueron.
No había otros clientes así que aproveché para sacarme las zapatillas.
Me había puesto en pie para buscar a Soraya y a mi prima, cuando mi mirada recayó en el bolso de Valeria. Incapaz de resistirme, me aproximé de puntillas, lo abrí con cuidado y empecé a rebuscar. Era casi imposible encontrar algo en medio de tantas cosas útiles y por un momento tuve un ramalazo de envidia. Mi prima tenía un cepillo anatómico, uno de dientes, hilo dental, una lupa de aumento, tres tipos de tijeras, hilo y aguja, un par de pantis, un tanga sin estrenar, crema para el sol, post-solar, para el pelo, para los granos y para las manos. Además de un set completo de maquillaje, por supuesto.
Abrí un compartimiento especial y encontré los dólares que le habían dado ese día, dos condones sin usar y un papelito arrugado. ¡Bingo!, me dije regocijada, pero no era más que el recibo del almuerzo.
Furiosa, guardé todo y me dirigí hacia la sala, dispuesta a acogotar a Valeria si no hablaba. Había abierto la puerta de golpe cuando escuché que ella comentaba:
—Fue entonces que la mujer que nos había recomendado me llevó a un rincón y me pidió que hiciera el «mal de ojo» sobre Pescado Podrido.
—¿La italiana?
—No, otra mujer, una de las invitadas a las que tuve que echarle las cartas. Me llevó aparte y me dijo que ella nos había recomendado con esta familia italiana; se lo agradecí y entonces me pidió que hiciera mal de ojo sobre ese Pescado Podrido. ¡Me dio a entender que era imposible que me negara!
—¿Quién es Pescado Podrido? —quiso saber Soraya.
—No tengo ni idea, pero no podía preguntarle, ¡soy una adivina!
—Claro, claro —acordó la ayudante—, se hubiera visto mal que preguntaras.
Me dejé caer en un sillón frente a las otras.
—Estamos en problemas —anuncié—. Soraya tenía razón, no son solo narcos, los tipos a los que fuimos a ver hoy son de la mafia italiana. ¡El Mudo les llevó peces rellenos de cocaína!
—¡Ja! Ya lo decía yo —se ufanó Soraya.
—No sé si tienen a mamá —continué—, pero una de sus amigas quiere que le hagamos algo a ese Pescado Podrido… y todo el mundo sabe que con la mafia no se juega.
—Cierto —apuntó Valeria—. Esa mujer, la que nos recomendó, dijo que si no le hacía caso, iba a matarme. Fue entonces que se me ocurrió decirle que del mal de ojo te ocupas tú.
Gruñí, pero estaba más preocupada por los hechos que por pelear con mi prima.
—No tenemos idea de dónde puede estar mamá. Y por si fuera poco —tragué saliva—, tengo que ir a la villa a hablar con una chica para hacerle un amarre de amor.
Las dos mujeres me miraron como si me hubiera vuelto loca.
—¡La villa!
—¡Pero si eso es peligroso!
Un manto de pavor se cernió sobre todas mientras digeríamos la información.
—Es el momento de tomar decisiones arriesgadas. Creo que tengo que hablar con Montorvo —concluí a regañadientes, pero no tenía cómo contactarlo así que hice lo que en realidad tenía ganas de hacer desde la mañana: llamé a Conde.
* * * * * *
—¡No digas más! —me cortó el abogado en cuanto comencé a hablar—. Voy para allá.
Desde entonces habían pasado casi dos horas, durante las cuales yo no había dejado de intentar que Valeria se marchara. No tuve suerte, mi prima estaba empecinada en participar de los acontecimientos. Por eso, cuando un viejo coche tuneado y un Audi negro se detuvieron en la puerta, suspiré ostensiblemente.
Momentos después la que suspiraba era mi prima. Valeria había contado paso a paso lo que había sucedido desde la mañana y al terminar, se había quedado embobada, mirando a Conde.
—Estás mostrando —la reprendí al ver que la otra cruzaba y descruzaba las piernas.
—No es cierto.
—Que sí, todos vieron tus bragas —insistí, volviéndome hacia los hombres.
Conde miró al techo y a Montorvo se le marcaron los hoyuelos en las mejillas.
—Cuéntame acerca de los italianos —me pidió él en lugar de responder.
Era el momento que había temido porque, ¿cómo iba a explicar que estaba de novia con Michael Corleone? Metafóricamente hablando, claro. Pero me limité a contar sobre Giorgio y su madre. Conde silbó por lo bajo cuando terminé el relato.
—¿Tienes idea de quiénes son? —pregunté.
El abogado puso una expresión dubitativa.
—Conozco varios italianos, pero…
Montorvo, por su parte, negó con la cabeza. Tenía los párpados entornados y una mirada cauta, que me resultó curiosa. De pronto se me ocurrió que no me gustaría enfrentarme a ese hombre, podía ser muy duro si quería. En ese preciso momento los ojos de Montorvo eran más calculadores que una Casio. ¡Y pensar que el día anterior había dicho que yo era «su amor»! ¡«Su amor», en verdad! Me estremecí.
—¿No será que los italianos son los jefazos de los Topos o de esos otros… los Pocos? —presioné para probarlo. Creí notar que el poli se sobresaltaba, pero cuando me miró, sus ojos no dejaron entrever absolutamente nada.
—No sabemos quiénes son los líderes de los Topos —respondió con lentitud—, solo tenemos sospechas que no podemos revelar, ya comprenderás.
—¡No sabes quiénes son los Topos! ¿Acaso no te pagan? —repliqué con furia. De reojo, vi que Conde se removía inquieto en su sillón y me mordí el labio. No sé por qué, pero Montorvo siempre sacaba lo peor de mí.
De pronto la sonrisa volvió a iluminar la cara del poli, dejando ver los hoyuelos y unos dientes muy blancos.
—Si me pagaran, no andaría en un coche sacado del depósito de decomisados, ¿no te parece?
Pensé que esa no era una respuesta, podía haber muchas razones por las que el hombre andaba en un coche tuneado, por ejemplo, podía ser fan de San La Muerte. Sin embargo, no me animé a insistir.
—¿Qué sabes de Pescado Podrido? —preguntó Valeria en ese momento, volviendo la atención de todos hacia ella mientras volvía a cruzar las piernas.
—Su verdadero nombre es Wilson Tolaba —respondió Montorvo—, es un narco que organiza la entrega en esta zona.
—¿De eso no se ocupaba Chorizo Colorado? —pregunté.
—Y si se sabe todo eso, ¿por qué no está preso? —interrumpió Valeria. Todos se la quedaron mirando.
—Porque no hay pruebas, solo rumores —explicó el poli con paciencia—. Nadie se anima a denunciar.
—¿Y por qué la mafia quiere que le hagamos mal de ojo? —quiso saber Soraya—. Primero a Chorizo Colorado y luego a Pescado.
—No hay que mezclar las cosas —respondió Conde—. Chorizo Colorado era de los Topos.
—Aparentemente los Topos desean entrar en esta zona para poder posicionarse como dueños de toda la ciudad. Hubo enfrentamientos aislados entre ellos y los Pocos, pero hasta ahora eran peleas menores. Ahora las cosas parecen estar cambiando, Chorizo Colorado y Pescado Podrido son vendedores sin importancia, pero el dato concreto es que uno era de los Topos y el otro es de los Pocos —informó Montorvo.
—¡Y por eso no nos vamos a meter! —Interrumpí, poniéndome de pie—. No vamos a entrar en una guerra entre bandas. No sabemos si los Topos o los Pocos o qué otra banda de imbéciles tiene a mamá y NO vamos a tomar parte.
Valeria también dejó su asiento, caminó contoneándose como si se hallara sobre una alfombra roja y se detuvo cuando estuvo a contraluz frente a la ventana.
—Primita —dijo con un mohín mientras empujaba su trasero hacia atrás y movía un poco las caderas—, no estás en condiciones de negarte. Les he dejado claro que el mal de ojo es TU especialidad. Pero si así y todo crees que tu vida no tiene importancia, que no vale la pena… —frunció los labios—. Bueno, quizá tu vida en realidad no vale la pena. Pero a lo que voy es que también está en riesgo la mía, ¿acaso no te has dado cuenta? ¡Incluso les di mi tarjeta personal!
Antes de que alguien contestara, hizo un par de pasos hacia un sillón, se dobló el tobillo y fue a caer teatralmente en las rodillas del abogado.
Rugí y levanté a mi prima de un tirón, por un segundo quedamos las dos de pie, luego el impulso tomado nos llevó hacia atrás y ambas fuimos a dar de culo contra el suelo. Valeria sollozó y los dos hombres se levantaron a ayudarla.
—Si no haces ese mal de ojo, va a matarme la mafia, ¡por favor, Malalita querida! —lloriqueó.
Muerta de rabia, miré a los cuatro. Valeria parecía realmente asustada; el abogado y el poli aguardaban con curiosidad mi respuesta, Soraya había cerrado los ojos y no pude leer su expresión.
—¡Bah, no hagas caso a esas tontas amenazas!—protesté, pero al mirar a los cuatro, me percaté de que todos ellos se las tomaban en serio, incluso Soraya me miraba alarmada—. Puedo ir a ver a estos italianos y pedirles que le digan a su amiga que no tengo el poder —continué débilmente, enrojeciendo de vergüenza—. ¡Es verdad, no tengo ningún poder! —Tragué saliva—. Bueno, ¿qué tal eso, eh? Si les digo que soy un fraude, ¿por qué iban a molestarse en matarme?
—Todavía querrían matarme a mí —señaló Valeria. Estuve a punto de decirle que eso no era algo que me inquietara.
Montorvo se encogió de hombros.
—No creo que les guste todo este enredo, la mentira. Puede que se olviden y no tomen represalias. Puede que lo recuerden… Desde la policía me temo que no podemos hacer nada. No hay constancias ni del pedido ni de la amenaza.
—No hay pruebas —coincidió el abogado.
—Por el momento no puedo protegerte. —El poli sacudió la cabeza y miró hacia el suelo como si se sintiera frustrado.
—No puedes dejar que me maten —intervino Valeria—. Mi madre no te lo perdonaría.
En eso tenía razón, pensé, y se me escapó un suspiro.
—¿Y si aceptamos? ¿Qué pasa si hago el mal de ojo al Pescado ese? —pregunté.
Montorvo y Conde intercambiaron una mirada que no comprendí.
—Supongo que no debería pasar nada —reflexionó el abogado—. Habrás cumplido con su pedido, y Pescado seguirá como si nada. —Siguió un largo silencio—. ¿Qué? ¿Acaso el mal de ojo existe?
—¡Si será ignorante! —se escandalizó Soraya, y como todos se quedaron mirándola, agregó—: ¡Claro que existe!
Valeria asintió con fervor y yo permanecí en silencio. Si existía o no, no era asunto que me preocupara. El problema era que no sabía curarlo y mucho menos, provocarlo. No, tampoco ese era el problema. La verdadera pregunta era: ¿y qué pasaría después?
En la faz operativa, me dije que me daría maña, para el mal de ojo hay varias técnicas, pero podía decantarme por la más sencilla: era cuestión de poner toda la energía negativa en una mirada y a mí me bastaba y me sobraba con mirar a mi prima para rebosar de ondas macabras.
—¡Está bien, está bien! —me resigné—. Voy a hacerle el mal de ojo a ese Pescado para que Valeria esté tranquila y cumpla con su promesa. De paso, vemos si así movemos un mecanismo que me lleve hasta mi madre. ¡Y después te vuelves a tu casa! —Alcé un dedo admonitorio hacia mi prima.
Los hombres se pusieron de pie en ese momento y comenzaron a despedirse, pero yo no quería que Conde se fuera. Quería estar con él, aunque me engañé diciéndome que lo necesitaba.
—¿Puedo hablar contigo un segundo? —me animé a preguntarle. De reojo vi que Montorvo fruncía el entrecejo y sus ojos llameaban de rabia. Sonreí, me encantaba enfurecer al comisario.
Conde se limitó a asentir y lo hice pasar a la habitación de mamá. ¿Por qué ahí? Bueno, la casa no tiene muchas comodidades.
Nos quedamos los dos de pie tras cerrar la puerta, parados a dos pasos de distancia, y me perdí contemplando la nariz recta de mi jefe, el cabello perfecto, las cejas y, por último, los ojos marrones como chocolate, tranquilos y pacientes.
—Hay algo que no conté ahí afuera —susurré, de pronto acojonada—. Había otro italiano en esa casa. Un hombre de guardapolvo blanco. Él… me salvó la vida, pero luego… —me detuve. ¡Ay, Malala, qué bocazas eres! ¿Qué iba a decirle, que se había propasado conmigo? Habría sido una mentira. ¿Iba a decirle que me había dado el mejor beso de mi vida y a la vez me había dejado frita de pavor? Agaché la cabeza y me miré las zapatillas.
De pronto, Conde dio los dos pasos que lo separaban de mí y me abrazó tibia, cálidamente. Su mano en mi hombro me acercó a él y aspiré el exquisito aroma de un perfume francés. De cerca la corbata tenía textura y puse una mano en su pecho para constatar lo que ya imaginaba: la tela de ese traje era suave y exquisita.
—¡Tranquila! —murmuró él contra mi pelo—. Estoy aquí para protegerte.
Sus labios se posaron tiernamente en mi coronilla y me dejaron un beso pequeño. Suspiré, feliz. Me dije que era lo que yo quería. Luego su boca bajó y me asestó otro beso entre las cejas. Impaciente, traté de acomodarme para ver si pasaba algo más, pero él se apartó un poco, lo suficiente como para que yo no recibiera más señales.
—¿Sabes? —dije, tratando de que mi voz no sonara ni desesperada ni indiferente (lo que, como toda mujer sabe, constituye un verdadero desafío)—. Cuando me llamaste ayer, se me escapó el móvil y no pude escuchar lo que dijiste. ¿Me lo repites?
Conde sonrió y uno de sus dedos me acarició la mejilla, pero dejó caer la mano en cuanto incliné la cabeza en esa dirección.
—No soy el hombre adecuado para una chica como tú —suspiró, casi, casi, como si se sintiera torturado.
—¿Por qué? —Mi voz sonó como un graznido. Carraspeé—. ¿Por qué?
Negó con la cabeza.
—No podría ofrecerte nada ni hacerte ninguna clase de promesa.
Sus ojos tristes me miraron y lo único que deseé en ese momento fue borrar sus penas, curar las heridas secretas de su alma y hacer que se apoyara en mí. Sí, ya sé, la culpa es de esas tontas novelas.
—No me importa —susurré. ¡Estúpida, estúpida, ay de mí!
Estiré un poco el cuello, él se agachó y en ese momento crucial la puerta se abrió con violencia. Conde soltó un grito mientras se aferraba el pie que se había golpeado con el canto.
—¡Joder!
Furiosa, me di vuelta para descubrir que Soraya me miraba con idéntica rabia.
—¡Bueno, pues! ¿¡Hasta qué hora vamos a estar esperando!? —se quejó.
Conde pasó al lado de ella y yo lo seguí. Valeria aprovechó entonces para preguntarle al abogado si iba en dirección al centro de la ciudad y al recibir un sí por respuesta, se apuntó al viaje. Deseé matarla por quincuagésima vez ese día y solo logré apartar mis ojos rabiosos de ella con toda mi técnica budista de relajación.
Pero entonces me crucé con el rostro del poli. Tenía la palabra «asesinato» escrita en cada una de sus facciones. Sonreí. Esa expresión era todo un consuelo después de que mi amiga hubiera interrumpido la escena anterior.
Soraya, Valeria y mi jefe estaban ya en la acera pero Montorvo no se movía, seguía de pie en la sala, mirándome enfurecido. Esperando, ¿qué?
Tuve ganas de gritarle, aunque de hacerlo, no tenía idea de qué iba a salir de mi boca. No era importante, lo importante era que el maldito poli parecía no darse cuenta de que los otros iban a entrar en cualquier momento. ¡Se acababa el tiempo!
Me esforcé en tranquilizarme.
—¿Y bien? —pregunté, alzando las cejas y el mentón mientras una dulce sonrisa me iluminaba la boca. Bueno, tal vez no fuera dulce. Tal vez fuera un poco maquiavélica.
—Y bien —respondió. Entonces esas caderas jactanciosas se movieron hacia mí. Tomé aliento. Me preparé para la defensa. Pero el poli pasó a mi lado sin detenerse y siguió hasta la puerta de salida. En el último momento, sin embargo, cuando ya tenía una mano apoyada en el picaporte, se volvió para mirarme—. ¿Sabes qué le ocurre al que juega con fuego? ¿Eres consciente?
Asintió aun cuando no respondí. Entonces sí, sonrió: una sonrisa autosuficiente y perversa. Una vez más, estuve tentada de coger un jarrón y lanzárselo por la cabeza. Me juré a mí misma que la próxima vez iba a tener uno a mano. Porque él tenía razón, iba a haber una próxima vez. Lo nuestro era un juego, pero un juego a muerte.
Soraya entró tras la partida del policía y su mirada acusadora me dijo que no estaba nada contenta.
—¿Qué? —me defendí—. ¿Te parece mal Conde?
No respondió mientras se afanaba en poner la casa en orden.
—Es un poco estirado —insistí.
Aun sin respuesta.
—El comisario es corrupto —aclaré por si las aguas corrían para ese lado—. Y el italiano, mafioso. ¿No esperarás que me meta con un corrupto o un mafioso?
—Claro que no —fue la escueta respuesta.
—Entonces, ¿qué es? ¡Habla ya! ¿Qué vas a decir, que no debo coquetear? ¿Acaso piensas que soy Valeria? ¿Crees que soy una puta?
—Puta es la que hace puterías. Tú, no.
Entrecerré los ojos. Conque Forrest Gump, ¿eh?
—¡Ayúdame! «Yo no sé mucho de casi nada» —contraataqué.
—¡Ja! «Puede que yo no sea muy lista, pero sí sé lo que es el amor» —replicó Soraya, y con esa misteriosa frase que Forrest entendió mejor que yo, mi amiga se fue a dormir y me dejó sola con mis problemas.
Los problemas no deseaban mi compañía así que, tras encogerme de hombros, fui al cuarto de mi madre. En lo último que pensé antes de dormir fue en Al Pacino. Simple asociación de ideas.
* * * * *
Mi humor no mejoró cuando mi prima me comunicó al día siguiente que el abogado le había pedido su número de móvil, y terminó de agriarse cuando, dos horas después, Montorvo me pasó por teléfono santo y seña del lugar donde podía encontrar a Pescado Podrido.
—Todos los días a las once de la mañana se toma una cerveza en lo de «Paco» —me indicó, dictándome la esquina en que se hallaba el bar.
—Será mejor que vaya ahora mismo, no sea que me lo piense mejor.
—¿Necesitas que te acompañe?
—No. El tema es que no sé de qué sirve esto —me quejé—. ¿Qué importa si le hago el mal de ojo o le tiro mil petardos? La guerra narco no va a cambiar por eso.
—No se trata de lo que tú creas —respondió el poli—, sino de lo que ellos creen. Chorizo Colorado pertenecía a los Topos y ahora es fiambre. Tu madre ha desaparecido pero quedas tú, supongo que alguien cree que si provocas el mal de ojo sobre Pescado Podrido, de los Pocos, los tantos estarán iguales. Mi esperanza es que con esto, tú pares la guerra.
—Pero a Pescado Podrido no va a pasarle nada malo. Entonces, ¿cómo pueden igualarse los tantos?
Me asusté al recibir un silencio por respuesta.
—¿Qué? —insistí—. ¿Además de hacerle ese vudú tengo que atropellarlo con un coche?
—Tú, tranquila. Pescado Podrido vende crack a los niños. ¡Que no te atormente la conciencia!
—¡No es eso! Es que no tengo esos poderes.
—Haz lo que te piden y si no pasa nada, mejor, pensarán que no tienes la capacidad y fin de la historia.
—Hum…
El poli colgó y me quedé refunfuñando.
—¡La gente no debería ser tan crédula! —exclamé antes de coger mi bolso.
Estaba a punto de salir de la casa cuando entró Soraya.
—¿A dónde vas?
—Al bar, a tomarme una cerveza y de paso a provocar el mal de ojo.
—Espera que te acompaño.
Mi amiga recogió su cartera, rebuscó un poco en un ropero y extrajo una tira de ajos, una cruz de Caravaca y un espejo.
—¿Y eso para qué es? —quise saber—, si el mal de ojo se puede hacer con una simple mirada.
—Habrá testigos, mejor lo hacemos con toda la parafernalia.
Tomamos un autobús y descendimos cerca del destino. No era una zona muy agradable, las calles se veían sucias (tal vez huelga de basureros), algunos tipos dormían en las aceras y unos borrachos estaban peleando en una esquina. Al mirar dos veces hacia ese lugar nos dimos con que era el bar de Paco.
—Espero que ninguno sea Wilson Tolaba —comenté—, no sería creíble que le hiciera el mal de ojo después de muerto.
Uno de los pugilistas había caído inconsciente al suelo y hundió su cara en el desagüe. El resto reingresó al bar y detrás de ellos entramos nosotras.
La batahola no era menor adentro: un par de sujetos se habían subido a las mesas y se tiraban cosas desde ahí mientras el resto hacía apuestas.
Soraya y yo tratamos de pegarnos a la pared y avanzamos hasta el mostrador, donde un hombre limpiaba unos vasos mientras miraba la tele.
—¡Ey! —grité, agitando los brazos para llamar su atención—. ¿Conoces a Wilson Tolaba? —Recibí una mirada blanca como respuesta, pero un sujeto sentado en la primera mesa empezó a observarme con insistencia. Era un hombre cincuentón, del tipo fortacho devenido en gordo, y tenía en frente una botella de cerveza, un vaso a medio llenar y un platito con patatas y olivas.
Me volví hacia toda la concurrencia y grité:
—¡Wilson Tolaba! ¿Alguien ha visto a Wilson Tolaba?
—¿Quién lo busca? —dijo el hombre de la mesa.
De pronto todos en el bar hicieron silencio.
—Soy adivina —dije, vacilando mientras maldecía mentalmente por no haberle pedido a Montorvo una foto del tipo al que buscaba—. ¿Tú eres Pescado Muerto?
—Pescado Podrido es como me llaman y me falta bastante para estar muerto.
Los otros hombres se echaron a reír y sentí que enrojecía de vergüenza por mi error. De un tirón tomé la cartera de Soraya, la abrí, saqué la cruz, la alcé por sobre mi cabeza y entoné con voz estentórea:
—Por todo el daño que al mundo trajiste, te devuelvo el mal que alguna vez hiciste. En nombre de todos los fuegos del infierno, te ordeno que ahora mismo te pongas enfermo, que pierdas tu dinero, que te den una patada en el trasero, que te lluevan pestes, que tu mujer te engañe hasta la muerte. —No sabía cómo terminar y agregué—: Amén.
El silencio que siguió solo podía ser catalogado como perfecto. Hasta que lo quebró la carcajada del hombre al que había tratado de impresionar.
—El mal de ojo no me hace nada —dijo mientras subía la manga de la camisa por encima de la muñeca—. Tengo la cintita roja que me protege, ¿ves?
—¡Mecachis! —se enfureció Soraya por detrás.
El hombre sonrió, tomó un trago de cerveza y se metió una oliva en la boca. Tragó y en eso se puso morado, verde, luego azul, mientras se llevaba ambas manos a la garganta.
—¡Rápido, la maniobra Heimlich! —grité, pero esos hombres no tenían suficiente cine en el haber. No habían visto Christine, ni La Señora Doubtfire, ni a Steve Martin en La Pantera Rosa. Se limitaron a mirarme con la boca abierta mientras yo trataba vanamente de apretar el abdomen de Pescado, al que a duras penas podía rodear desde atrás con ambos brazos.
A los veinte minutos tuve que darme por rendida y dejé de intentarlo. Estaba empapada en transpiración y Pescado Podrido había pasado del verde al blanco.
Una hora y treinta después llegó la ambulancia.
—Demasiado tarde —se molestó en decir el médico que tomó los signos vitales—. ¿Alguien sabe cómo se llamaba?
—Pescado Muerto —respondí y esta vez nadie me contradijo.
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Otro pretendiente para Malala, la cosa se va complicando cada capítulo más... Contando los días que faltan para el siguiente capítulo... Jejeje
ResponderEliminarMmmm difícil ponerse en los zapatos de Malala jajajajajaja Tantos guapos que no sirven para nada jajajajaja. ¡Gracias, Pili!
EliminarMe he quedado muda!!, Cada vez esto se complica mas, ainss me da la sensación que cuando se sepa que el pescado podrido ha muerto, después de echar el mal de ojo, a la pobre Malala, le van a llover los problemas. Irene cada vez esta mejor la historía, eres grande guapa. Un saludo
ResponderEliminarEres un poco bruja, Maribel, porque siiiiii ¡se le viene la de Caín y Abel! jajajajajaja. Un abrazo, querida amiga :-)
EliminarLo que me he podido reir con Malala!! Qué pobre!! Jajaja.... y ahora con el tercero en discordia... madreeeee ¡¡qué miedito me das Irene!!
ResponderEliminarJajajajajaja. ¿Yo? ¡Naa, guapa! jajajajajajja ¡Gracias por todo, Arancha! Un abrazote :-)
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarOtra vez esta vez hay mas emoción me ha gustado mas que los otros capítulos ya se ve como va tomando cuerpo la novela , el conde como siempre amariconao,el poli es mucho poli y el nuevo el corleone vamos el mafioso le a gustado a malala esta se va a poner mora con todos jajajaja y la prima como siempre tan estúpida,y la cruz de Caravaca es autentica tiene debajo una calavera luego por mucha pulsera roja que tuviera el gordo pescado poderío moría por que malala es vidente de verdad ijijijij ,me gusto mucho te has esmerado tela Irene mi enhorabuena guapa besos!!!
Eliminar¡Se va complicando todo! ¿Será que realmente es buena con los maleficios? jajajajaja ¡Veremos! Gracias, Celia :-)
EliminarPor dios que no paro de reirme! El hechizo fue fatal jajajajajajajajaja dios mio, que lo hacen sufrir a mi poli!!! Ya me estoy mordiendo por el otro capitulo!
ResponderEliminarNoeelia, ya verás que aún no queda claro con quién irá la cosa jajajajajaja ¡gracias!
EliminarBueno,lo que me he reido con malala en las lavadoras ,pero con el mal de ojo cuidaitooo!!!!jajja.
ResponderEliminar¡Esta Malala no se entera de nada! jajajajajaja. Gracias, Marimar :-)
EliminarMe encanta esta super.;a la espera de más. ..
ResponderEliminar¡Gracias, Gabriela! ¿Qué irá a pasar? Ni yo misma lo sé jajajajajaja
EliminarParece que tiene futuro en el negocio y otro guapo más para Malala, a ver como sigue!!
ResponderEliminar¡Otro candidato! jajajajajaja ¿Qué irá a hacer ella ahora? ¡Gracias, Fina! :-)
EliminarMadre mía esto casa vez va mejor pero se me hace eterno esperar otra semana. Bueno toca esperar,Besosss
ResponderEliminarGracias, Carmen. Me alegra mucho que te guste! Veré si puedo terminarlo y ofrecerlo todo junto en Amazon. Un abrazo :-)
EliminarCielos, ella está peor que yo en cuanto a amores... tres galanes con un prontuario que les daria envidia a mas de cuatro malvivientes en mi patria... Yo creo que Malala debe ir a la playa y bañarse de espaldas, por aquello de que sal saca sal... esta chica si que esta salada... Dejando la broma, muy bueno el capitulo, me rei mucho, sobre todo con la alusion al gran AL PACINO, que si supiera que todavia sueñan con él diría que todavia la mueve... Por cierto, Conde es muy tierno con Malala...yo creo que la quiere pero siente que no puede ofrecerle nada...me parece que es un agente encubierto... (undercover agent). Me encantó, espero ansiosa el otro viernes...
ResponderEliminarJajajajajja, tienes razón, Malala es todo un desastre, pero no creo que soñara realmente co Al Pacino jajajajajajajaja al menos, no en ese sentido! Gracias, Alejandra, besos
Eliminar*.* !!! Me muero ¡¡otro beso!! ¡¡ otro galàn!!! Vaya vaya,quien lo dirìa,la Malala toda una imàn para atraer hombres con ciertas peculiaridades..
ResponderEliminarSe me hizo relajante éste cap. Mucha comedia,y creeemeee morì de risa,al igual quedé con la quijada al suelo y con los ojos saltados como resorte y regresando a su lugar,para despues aparecer en mi rotro una sonrisa como las de esas locas que se rìen solas....((( y mi esposo con cara de ¿ what? Al mirarme))) mas en es episodio de los dos hombres,la mujer y Malala,pobre toalla.,ayyy dios estoy escribiendo y me estoy riendo....y ahora ya tengo màs arrugas q la corteza de un àrbol.Dicen q la envidia es mala,pero no puedo evitarlo ¡¡ envidio a Malala!!! Santo cielos!!! Tres guapos galanes,solo.falta q Conde la bese ahhhh... la verdad una cricijada,no se con cual me quedarìa,si no fuera por los prejuicios de la.sociedad,me quedarì con los tres jo jo jo.Odio a Valeria,muy ñoña,presumida,muy sabelotodo y cobarde al final,al lloriquiarle a Malala por su vida, ¡¡ la odioo!!! Porque pidiô ray al conde.....uyy la.odio...me.da ganas de dejarla pelona.Entonces ¿ quién tiene a la madre de Malala? ¿ dônde quedô la bolita(( como dirìa mi abuela) dônde dônde? Estás cocinando la historia y huele muy bien,..¡¡¡ viernes llega pronto!! Necesito saber,mis especulaciones.....mmmmm
Me he divertido,y me haz hecho ovidarme de mi estres(( de toda mi semana horrible) y es rico sentarme en mi mesedora,con una cocacola en mano y unas papas caseras..y disfrutar tu lectura.
Pd. Quisiera comentar mil cosas jajaja tantas q hasta no se ni como.expresarlas,aveces las palabras son tan pobres para expresar lo q queremos.
Saludos Guapa Irene !!!! Besotes.
Jajajajajaja me encanta leer tus especulaciones, y me alegra hacer que olvides tu estrés jajajajaja. Gracias, Anabel, besotes.
EliminarJajajajajaja me encanta leer tus especulaciones, y me alegra hacer que olvides tu estrés jajajajaja. Gracias, Anabel, besotes.
EliminarPasando a lo serio del asunto.
ResponderEliminarLa muerte del pezcado "muerto" XD ¿ golpe de suerte? ¿ realmente hizô efecto el conjuro de malala? ¿ qué pasô ahì? Éste suceso " Todo acto tiene concecuencias,ya sea buenas o malas,pero toda ACCIÔN TIENE REACCIÔN"" asi que :
1) se le atribuirà realmente a Malala como la causante de la muerte,y eso significarà"que tiene poderes" cosa q llamarà la atención,las bandas,narcos,tendran la mirada ahora sobre ella,ahora que ha llamado la atenciôn,pero...¿ serà q algo similar le pasô a la madre? ( golpe de suerte)
2) los incredulos ,ahora seràn ¿ creyentes? Lo digo por Conde y el poli,aunq tambien Valeria,quien menospreciaba a la Malala( por no ser tan buena como ella,segùn) o talvz estaba planeado todo el circo,¿ serà?
3) quien es esa mujer q amenazô a Valeria,....mmm
4) q onda con el italiano,q conexiôn tienen...
5) a q se referìa el conde ,de que no es bueno para Malala.??mm gato encerrado
En un principio,pensé q unos de los abogados (mmm no reuerdo el nombre) tenìa algo q ver,uno q fué al baño,y en ese momento Malala recibiô la llamada..... (bueno solo es un comentario) atando cabos....
Uffff
Mmm el asuntoes creer o no creer, porque siempre hay una explicación científica para los que quieren buscarla... y en este caso, ya verás jajajajajaj
EliminarMe mata esta historia. Muy buena siguela.
ResponderEliminarGracias, qué alegría que te guste, me emociona. Gracias por comentar y leerme :-)
EliminarMe mata esta historia. Muy buena siguela.
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